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Mis padres venían cargados de un buen suministro que habían comprado en el economato militar, y nos llenaron la despensa de legumbres y de embutidos. Fue en unos de los momentos que estábamos pasando por una mala racha.
Los sábados por la tarde y todo el día de domingos nos íbamos a la
playa con una tortilla de patata, dos hermosos tomates, y un racimo de uva,
siendo una de las temporadas más felices de mi vida. Montábamos en el autocar
que iba a Torremolinos, tan de moda por aquellos años, y con la sombrilla a
cuesta disfrutábamos del sol, de la arena y del mar. Antes de anochecer
regresábamos exhaustas y coloradas como gambas. Al otro día, de nuevo a
trabajar felices y contentas de estar tan unidas. Mi hermana me adoraba, y
entre las dos sacamos lo mejor de nosotras, ayudándonos mutuamente. Nunca
olvidaré aquella etapa de mi vida, donde las colas de turistas españoles y
extranjeros, esperaban pacientemente en la parada, mientras Cecilia y yo no
parábamos de reír al ver a las inglesas, sobre todo, coloradas como tomates.
Éstas venían de un clima tan opuesto al nuestro que se tiraban horas y horas
echadas en la arena cara al sol. Las había que hasta presentaban quemaduras,
cosa que con el tiempo les pasaría factura como ya sabemos todo el mundo. Los
autocares Portillos siempre abarrotados de alemanes, ingleses y franceses.
Gracias a ellos, restaurantes y hoteles hicieron su agosto durante muchos años.
En la playa conocimos a dos chicas que vendían un pequeño artilugio que
mondaba las patatas en finísimas rodajas. Las dejaba igual que las de los
paquetes esos que venden en los supermercados. Su jefe era un busca vida, que
se aprovechaba de todas las mujeres que se les ponía por delante, y las tenía
adiestrada en la forma de vender. Una mostraba el artículo en la calle subida
en una caja de madera mondando la patata, y cuando la gente la rodeaba, la otra
hacía de gancho comprando uno, y así se hartaban de vender. Ellas ganaban según
vendían, llevándose él la mayor parte, pues las pobres chicas estaban de sol a
sol para conseguir unas pesetas. Cuando ya la conocían por éste artilugio,
seguían con unos bañadores, que podía ponerse delante de toda la gente. Mientras
una llevaba la bolsa repleta de éstos triquinis, ese era su nombre, la otra,
casi siempre era la que tenía mejor tipo, se los iba colocando uno encima del
otro, haciendo unos gestos con los brazos y dando vueltas sobre sí misma.
Parecía una azafata del aire cuando explican las cosas en caso de accidente de
avión. Era una pieza que ella empezaba atándose a la cintura, por detrás, para
después sacárselo entre las piernas y luego sujetaban en el cuello, al mismo
tiempo que si querían, se lo enroscaba y bajaban otra vez a la cintura,
dejándose la parte de arriba del bikini que ese día llevara puesto. Era cómodo
y económico, y de éstos vendieron muchísimo y hubo un verano que era raro no ver
a una jovencita con él paseando por la orilla. La gente se amontonaba a su
alrededor y de ese modo vendieron un montón. Después pasaron a las grandes
pañoletas, esas que se enrollaban en el cuerpo como si fuera un vestido. Si
finalmente el negocio iba mal, el jefe las echaba, dejándolas en la calle. El
caso es que las conocimos en la playa un día de verano, y al oír su historia,
le dijimos que se vinieran a nuestra casa que era muy grande y así nos ayudaría
en los gastos de la casa. Y ahí empezó nuestro verdadero tormento, porque lo
que no sabíamos es que eran lesbianas. A nosotras no nos importaba, pero que si
nos lo hubiera dicho, seguro que no habríamos aceptado. En aquella época no
estábamos tan preparadas como ahora y éramos un poco remisas en ese aspecto. El
caso es que pasamos los peores días de aquél verano, ya que no había día, tarde
o noche que no hubiera escándalos y peloteras.
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