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A la mañana siguiente me levanté algo mareada. Me miré al espejo. Apenas podía reconocerme. Toda mi cara marcada. Moratones por todas partes. Parecía un mapa. Una pelota inflada a medias. Los labios abultados y por una de las comisuras, todavía sangre reseca. Mis ojos como dos globitos hinchados. El derecho ni siquiera lo podía abrir. Eran dos líneas pequeñas. Las lágrimas afluyeron a mi rostro de tal manera que no las podía detener. Me senté en el inodoro y estuve llorando horas y horas. Sentí tanta lástima de mí, que me quedé toda la santa mañana pensando en lo desgraciada que era. Además ¿dónde iba a ir con esa cara? Las vecinas se darían cuenta enseguida de que mi marido me pegaba, y se liarían a chismorrear de lo lindo, y yo la verdad no le quería dar ese gusto, así que estuve pensando de qué manera podía pasar desapercibida. Menos mal que no tenía que soportar la mirada de Rafael, ni sus asquerosas manos sobre mi cuerpo, ni su apestoso aliento. Así que después de dos días sin asomarme siquiera a la terraza lavadero a tender la ropa, ya que la vecinita de al lado estaba al loro, ¡anda… otra expresión nueva! Seguro que algún aliento de hoy en día se ha cruzado con el mío…
Al cabo de una semana empecé a encontrarme mejor, o sea, la hinchazón
bajó, los moratones se enverdecieron un poco y con la polvera cubrí todo lo que
se podía camuflar, de tal manera, que entre las gafotas oscuras y el pañuelo en
la cabeza, disimulaba y cuando regresó el
pelmazo, por que a esta altura de la poca vida que me queda, digo todo lo que
mi pobre aliento quiera, tenía la cara como nueva. En cambio la convivencia
entre mi marido y yo, cada vez peor. No tenía arreglo. Todo lo que Rafael me
había prometido antes de irse no duró ni una semana…Todas las noches me
acostaba asustada esperando su llegada. Hubo un momento en que ya no pude
aguantar más, y una de las múltiples veces que me quería violar, me lancé
berreando como una fiera hacia él con los ojos cerrados y empecé a golpearle en
el pecho y a arañarle la cara. ¡Lo hinché a patadas! Era como una fiera
acorralada. A partir de ahí, empezó a guardarme las distancia. A temer mi
reacción, y antes de insultarme o pegarme, ya sabía que yo no me iba a quedar
quieta, y le dije que si me volvía a tocar le sacaba los ojos. En cierta
ocasión hizo ademán de darme un bofetón, le tiré un zapato dándole con el tacó
en mitad de la cabeza, que le salió hasta sangre. Me quedé tan tranquila, porque
yo era una rebelde de la vida. Siempre lo he sido y lo seré, incluso ahora. En
este momento que mi alma va a la deriva, siento tal rebeldía, que si pudiera me
levantaba del lecho, o sitio en el cual aún siento que soy, lo que ocurre es
que tengo un miedo que te cagas, ¡vaya! Perdón por la expresión. Yo no hablo
así, y creo que me he pasado siete pueblos. Debe ser que en mi vagar diario, se
ha intercalado algún ser errático de estos años. Seguro que se ha enredado por
los hilos plateados que separa la vida de la muerte. Me siento tan liviana en
el peso, que parece que volara por el pensamiento, no ya por el aire, si no en
el destiempo donde no existe temperatura, ni aire ni viento, tan sólo el
sentimiento de la duda que ronda la locura. Tengo tal rebeldía en este estado de
laxitud, que hasta me desdoblo en cualquier espíritu que, igual que yo, tiene
asignaturas pendientes que resolver, y por eso quiero transmitir a través de
ti, que todos los pecados que cometí los hice por amor, sólo por amor.
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