jueves, 16 de mayo de 2013

A TRAVÉS DE TI.- SECRETARIA.- Capítulo Doce.- Primera Parte.-




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Habían pasado dos meses desde que Ángel murió, y desde entonces no me volvió a bajar la regla. No sé si por el mismo estrés o que estaba embarazada. Nada más pensarlo se me ponía la carne de gallina, no por que no me hubiera gustado haber tenido un hijo de mi Ángel de amor, si no por mis padres. Sería una vergüenza grandísima y no quisiera hacerles tanto daño, además sería la comidilla del barrio. Estaba pasando por los momentos más difíciles de mi vida. No sabía qué hacer y en quién confiar, por que en aquellos tiempos, ser una madre soltera, no es lo mismo que ahora. Entonces hubiera estado señalada para el resto de mis días, ¡menudo marrón! ¡Vaya, qué palabra! Seguro que se ha intercalado entre mi vocabulario, por que no sé ni lo que quiere decir, claro que tampoco hay que estudiar en Salamanca, pues ya el mismo color lo dice. En fin, que tuve que armarme de valor y le comenté a una amiga lo que me ocurría, y me dijo, que en cierta ocasión había oído a su madre hablar con su tía, que cuando no bajaba el periodo, lo mejor era saltar a la comba y darse con mucho agua caliente en sus partes. Y ahora que lo pienso, a mi madre también se lo oí decir con una vecina. Así que me tiré todo el día dale que te pego, saltando y brincando como una cabra montes. Después lo del agua caliente que casi me lo achicharro, pero gracias a Dios que me dio resultado. A los dos días me vino la menstruación. Yo creo que lo que me pasó, es que del mismo disgusto, se me cortó, pero bueno, ya no tiene importancia. De todas maneras, esa amiga que yo creía que era mi amiga, se lo comentó a otra y al final se enteraron todas las vecinas y durante un tiempo, me miraban con retintín. Menos mal, que con el tiempo mi barriga seguía igual de plana. Después de este calamitoso asunto, quería empezar de nuevo. Pasar página. Estaba limpia. Ya había puesto mi cabeza en orden, pues si no hubiera muerto Ángel, sepa Dios lo que hubiera ocurrido. De repente, un día lo comprendí todo, y sin titubear cogí las tijeras y me corté toda la melena. Casi me rapé. Me miré en el espejo y me encontré bonita. Me gustaba lo que veía. Me fui a la misma academia que un día dejé y aprendí a escribir taquigrafía y mecanografía. Lo tenía claro. Quería ser secretaria en una oficina que había en el centro de la ciudad. Me saqué el título de secretariado. Me volvió a crecer el pelo y empecé a renacer de nuevo, y como era mujer luchadora, me coloqué.

El jefe de la oficina era un cincuentón, que desde el primer día que me empleó no paró de rondar por mi lado. Don Ramón, que así se llamaba mi jefe era el típico guaperas, chulo y buscón. Casado y con tres hijos. Un baboso empedernido. Con un bigotillo al estilo de Clark Gable. Creído, mujeriego y presumido, siempre iba impecablemente vestido. Tenía la costumbre de llevar un pañuelito doblado en el bolsillo de la chaqueta. Otras veces un clavel rojo. Se echaba brillantina en el pelo muy repeinado hacia atrás y negro como el azabache. Seguro que se lo teñía, por que no parecía natural. Era un pájaro de cuenta, que a la que le echaba el ojo, no paraba de incordiarla hasta que conseguía lo que se proponía, y después si te he visto no me acuerdo. Era un cerdo. La primera vez que entré a su oficina, me hizo pasar a su despacho a solas, examinándome de arriba abajo con una impertinencia de lo más descarado. Luego me ofreció una silla, y se sentó frente a mí, sin parar de mirarme las piernas, al tiempo que me hacía las preguntas pertinentes. Después me enteré que utilizaba el mismo método con todas las chicas nuevas. También que si no eran guapas y con un buen mostrador, como solían decir entonces, le decía que no reunía las condiciones mínimas y para la calle inmediatamente, cosa que desde luego no era mi caso. Nada más verme no paró de adularme. Lo tenía siempre encima, ¡qué pesado! Todo el tiempo rondándome. Como me habían dicho que la que se oponía, la despedía antes del mes, le seguí un poco el rollete como si me gustara. Me dijo que si hacía lo que él quería jamás me faltaría el trabajo, y como a mi me convenía, tuve que soportarlo más de medio año. Sonriéndole todo el día, con tal de que no me despidiera. A él y a sus regalos, que seguramente pensaría que al aceptarlo caería rendida a sus pies.

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