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Al fin me casé. Ya estaba casada, y aunque no estaba muy enamorada pensaba
que con el tiempo llegaría a quererle. Me equivoqué. No lo amaba, ni jamás lo
amaría. Por mucho que me esforzara, el sentimiento del amor no llegaba nunca.
Lo miraba y lo remiraba y cuanto más lo observaba, menos me gustaba. Fue un
error desde el principio, pero yo quería amarle, así que decidí enamorarme y
ese era mi propósito desde que me levantaba por la mañana. Era imposible, y
como él se daba cuenta de que evitaba sus besos y abrazos y hacer el amor me
desesperaba tan sólo el pensarlo, le dio por la bebida, y eso mató lo poquito
que me atraía. Cada día que pasaba era un verdadero tormento para mí. No
soportaba oírle comer. Hacía un ruido feísimo. Tampoco me gustaba mirar su cara
mientras me hacía el amor. Tenía que hacer unos esfuerzos exagerados para
besarlo en los labios, cosa que evitaba constantemente. Y menos oír sus
ronquidos tan fuertes. Algunas veces le daba con el pié en los suyos para que
se parara, pero al momento resoplaba de tal manera, que hasta me echaba el aire
en la espalda. También bufaba como un cerdo. Yo pensaba que esa era realmente
la convivencia, y que a todas las mujeres les pasaba lo mismo, pero a mí no me gustaba y me daba rabia ser así.
Seguro que a mis amigas les pasaba igual, y se lo callaban hasta que se
acostumbraban. Yo no quería acostumbrarme. Quería hacer el amor por que lo
deseaba con toda pasión, no por obligación o por que la esposa tiene que dar
gusto a su marido. Esos eran mis sentimientos y mi manera de pensar. Yo quería
besar sus labios por que sentía verdadera necesidad de hacerlo. No me daban
ganas nunca. Creo que confundí el amor auténtico con un amorío de una noche de
pasión verbenera. No encuentro otra explicación, porque cuando miraba a Rafael,
sólo le veía los pelillos que le asomaban por la nariz, y cuando lo conocí, ni
siquiera tenía uno. También por dentro de las orejas que eran largos y
enroscados. Era un hombre muy velludo y aunque siempre me han gustado los de
pelo en el pecho, Rafael tenía por la espalda y por los hombros. Era un
auténtico mono. La primera vez que lo vi desnudo me pareció muy varonil. Lo
encontré atractivo, pero después de un año a su lado, ya me molestaban tantos
pelos largos. Una vez se me ocurrió insinuarle que se afeitara y puso el grito
en el cielo, diciéndome que él no era maricón. Así que jamás volví a hacerle
más comentario. Mientras tanto seguía aguantando y disimulando, sobre todo
delante de mis padres y amigos, dando a entender de que todo en mi vida
matrimonial era perfecto, pero sabía que tarde o temprano, la cosa iba a explotar,
por que cada día evitaba más su contacto. No lo podía remediar. Era superior a
mi misma. Sabía que yo tenía la culpa de mi fracaso matrimonial. Lo sabía y a
pesar de todo seguía con él. Por miedo al qué dirán seguí un tiempo
interminable, además no tenía adonde ir, así que aguanté todo lo que me
ocurrió.
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