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Llegué a
Madrid en agosto. Mi tía Elvira me estaba esperando con su marido Eustaquio.
Después de las presentaciones, los besos y los abrazos, montamos en su coche y
llegamos a una de las calles más céntricas de la ciudad. Vivían en un piso
enorme, con cinco habitaciones y dos cuartos de baño. Era muy lujoso, ya que el
tío Eustaquio había heredado de sus padres unas fincas en un pueblo andaluz,
famoso por sus olivares. Cuando se casó con la hermana de mi madre y nacieron
sus hijos, se fue a Madrid, por que según ella, en aquél pueblo, los chicos
jamás podrían aspirar a nada. También tenían un apartamento en El Ferrol, lugar
donde veraneaban todos los años. A Elvira le gustaba codearse con la gente rica
de aquella época, además, allí podía ver al caudillo con toda su prole, cosa
que repetía mucho delante de sus amigos, como si estuviera comiendo en la misma
mesa que el generalísimo y doña Carmen Polo de Franco.
Cuando
era pequeña, mi madre contaba maravillas de sus padres y hermanos. Siempre los
estaba poniendo por los altares, cosa que a veces irritaba a mi padre, y muchas
de las discusiones que tenían eran por culpa de las rivalidades familiares. De
los varones decía que todos habían estudiados por que eran listo e inteligentes.
De sus hermanas que eran guapas y buenas mozas, trabajadoras y hacendosas,
menos Elvira que era una vagota y una dormilona empedernida. Se tiraba todo el
santo día metida en la cama sin hacer nada. Lo mismo que jamás abrió un libro
para leer. A cambio, tenía un corazón que no le cabía en el pecho, además era muy
zalamera, sobre todo si quería conseguir cualquier juguete. También que se
inventaba tantas mentiras que hasta ella misma se las creía. Elvira era cuatro
años menor que mi madre, y casi siempre estaban juntas. Mi madre la adoraba, la
quería con locura y tenía una fe tan ciega en ella, que cuando la llamé del
pueblo, acudió enseguida a su querida hermana para contarle todo lo que me
ocurría y le contestó que estaba loquita por conocerme. Entonces, tenía más de
cincuenta años, y como esperaba, me recibió con los brazos abiertos. Elvira no
era ni guapa ni fea, más bien del montón, y lo que más sobresalía en ella, era
su nariz. Delgada y alta para la época aquella, su aspecto era de lo más
correcto. En su cara no se dibujaba ni una mueca. Nada más verla me recordó al
ama de llaves de la película Rebeca, de lo tiesa que estaba, más bien rígida.
Eustaquio en cambio era bajo y patizambo, con la mirada siempre alerta, y la
boca, apenas sin labios, mostraba continuamente una medio sonrisa, recordándome
aquellas imágenes de las hienas cuando acechan a los animales cadavéricos. Al
cabo del tiempo pude darme cuenta que el que partía el bacalao en esa casa era
él. Era un franquista de cuidado y no toleraba que ninguno de sus dos hijos
opinaran lo contrario, y menos su mujer que ni rechistaba. Allí todos, hasta
sus empleados, estaban influenciados por la opinión del cabeza de familia, como
se solía decir. Al principio de llegar no me daba cuenta de nada. Todo era
amabilidad. ¡Qué equivocada estaba! Poco a poco fui conociéndolos de verdad, y
lo que mi madre contaba cuando era una niña se vino abajo en menos de lo que
canta un gallo.
Eustaquio
se había criado en un poblacho de mala muerte y era un cateto empedernido que
por mucho dinero que tuviera, no conseguía ser elegante ni durmiendo. Además
tenía una maldad que le salía por las orejas. Era soberbio, autoritario y nunca
se le podía llevar la contraria en nada. A mi tía la tenía asustadita, cosa que
disimulaba bien, pero después de estar un mes viviendo con ellos, fui
descubriendo cómo eran realmente. Cuando salíamos a tomar café con los amigos,
mis tíos me trataban con una educación desmesurada.
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