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El pueblo de mi padre era tranquilo, donde la gente sesteaba cada tarde
y el silencio que se respiraba en sus calles era sepulcral. Todas las casas
estaban blanqueadas con cal, y en la mayoría de ellas, en las rejas de las
ventanas las macetas se amontonaban llenitas de gitanillas, donde el rojo y el
rosa destacaban. Tan sólo había una calle principal que llegaba hasta la
plazoleta del centro, y allí, todos los domingos, después de misa, paseaban las
mujeres endomingadas perdidas dando vueltas y vueltas. Los mozos con trajes de
chaqueta, corbata y un pañuelo en el bolsillo al lado del pecho, perseguían a
las mocitas hasta que llegaba la hora de comer y se quedaba la plaza
completamente vacía, apenas sin ruido. Tan sólo se oían los golpetazos que
daban los cuatro abuelos que jugaban al dominó en el único bar del pueblo. Algunos,
los más jóvenes, permanecían de pie en la barra sosteniendo una copita de anís
o aguardiente. Cuando entré para pedir un vaso de agua, todas las caras se
giraron hacia mí como si hubiera cometido un delito. Una extraña sensación me
recorrió todo el cuerpo al observar las paredes de aquél bar, donde unos
cuantos carteles antiguos, reflejaban la fiesta taurina, y varias fotos del
dueño con su familia repartida tras el mostrador. En medio, un gran cuadro
destacaba con el rostro de Franco. Recuerdo que por entonces eran las fiestas
del pueblo y había un carrusel, una noria, tres cacharritos y una caseta de
chapa azulada cargada de escopeta, y quien acertara se llevaba una muñeca o
unos cuantos cigarrillos rubios. También había otra caseta de baile, adornada
de farolillos de colores, donde todas las noches tocaba la orquesta patachín,
patachán, enloqueciendo a las chicas, que como no la sacaban los chicos,
bailaban entrelazadas, mientras la chiquillería correteaba entre ellas. Las
parejas de enamorados en lo alto del entarimado danzaban al son que marcaba la
música de los bombos y platillos. Yo estaba alucinando de ver a tantos catetos,
con perdón de la expresión, pues no quisiera que se diera nadie de pueblo por aludido
de forma despectiva. No, es que yo venía de una ciudad costera. Pequeña, si
señor, pero playera, y hay una gran diferencia entre la tierra y el mar. Ya ve
si había diferencia que allí, en el pueblo de mi padre no había ni cuarto de
baño, y tenía que hacer mis necesidades en el corral, junto a las gallinas,
¿cómo no había diferencia? Si la primera vez que fui a orinar casi me muero del
susto. Yo no estaba acostumbrada a eso ¡por Dios! En fin, que el amigo de un
primo segundo de mi padre me sacó a bailar un tango y se quedaron todos los del
pueblo mirando. Éste primo segundo de mi padre era un teniente de artillería y
no estaba mal de todo. Ni era guapo ni feo, pero era militar con aspiraciones,
y la verdad, cuando se lo conté a mis padres se volvieron locos de contentos,
pero es que a mi no me gustaba nada por que tenía un aire de paletillo que no
se podía ni aguantar. Lo siento, sé que no debería decir estas cosas pero tengo
que ser sincera conmigo misma. Jamás olvidaré la sensación que me causó el
vivir en un pueblo tan pueblo, y las veces que he pasado por uno de ellos,
siempre me viene el sentimiento ese tan extraño, que sin darme cuenta todavía
rechazo. El caso es que llamé a mis padres por que no aguantaba más. Mi madre
habló con su hermana Elvira que vivía en Madrid y le dijo que le gustaría que
su hija conociera la capital. Entre todos mis tíos reunieron el dinero
suficiente y me pagaron el viaje. Al otro día salí pitando de allí camino de
Madrid.
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