sábado, 18 de mayo de 2013

A TRAVÉS DE TI.- ALGECIRAS.- Capítulo Trece.- Segunda Parte.-




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Después de aquella larga noche llegamos a la ciudad, donde mi padre tenía una hermana viviendo en un barrio más bien humilde, la cual al vernos se puso a llorar al tiempo que abrazaba a su hermano. Después se paró ante mí, y me dijo que tenía un enorme parecido con su otra hermana. Encarna que así se llamaba mi tía estaba casada con un hombre simpático y risueño que por lo poquito que estuve con él, podía ver que siempre estaba de buen humor. Tenían dos hijas. Una de dos añitos, y un niña de tres meses que en aquél momento dormía en un moisés, pero que al despertar llorando, mi tía la trajo en brazos enseguida. Antes de darle de mamar, se la colocó en las rodillas y poniéndole el culito en pompa, le introdujo una cerilla untada en aceite de oliva por el ano, cosa que me sorprendió muchísimo. Ella me dijo que era para que hiciera caquita. Más tarde utilicé ese mismo método conmigo misma en un momento muy delicado de mi vida, y que no me dio resultado. Después de cenar me acosté en un cuartucho pequeño con una ventana que daba a un patio interior donde, cuando me asomé, estaba llenito de ropa tendida. El piso de mi tía no tenía ni una ventana al exterior. Era oscuro y un poco tétrico, más o menos, como cuando aquí apagan las luces y los enfermos graves gimen y se quejan... quizás sean los espectros... no sé... a veces me asaltan tantas dudas...
Al otro día cogimos el coche de línea y derechitos hacia el pueblo de mi padre. Pasamos por una estación, que ahora, recordándola, me parece milenaria, de lo vieja y antigua que la recuerdo, donde un señor con una gorrilla y un silbato, salía precipitadamente de un  aseo abrochándose la bragueta, y con la pierna derecha cerró la puerta de un golpetazo. Todo esto era nuevo para mí, y no sé por qué, pero tenía el presentimiento, que iba a durar poco en aquél pueblo. Encima no paró de llover ni un instante. Estaba cayendo tal chaparrón, que el conductor tuvo que pararse en medio del camino por que apenas divisaba la carretera, cosa que me asustó mucho. Una viejecita que estaba delante de mí, sacó un rosario y se puso a rezar en voz alta, y cuando terminaba el Dios te salve María, los demás viajero, se unían a ella contestándole Santa María madre de Dios, cosa que en vez de consolarme, hasta me asustó un poco, pero por lo bajini hacía lo mismo que ellas, y después con las dos manos juntas, y mirando hacia el cielo: Ángel de mi Guarda dulce compañía... Cuando la lluvia amainó un poco, el conductor retomó el rumbo carretera adelante, dejando atrás las nubes que poco a poco iban desapareciendo, mientras unos difuminados rayos de sol entraban por mi ventanilla, dejándome ver un paisaje campestre precioso. Una gran extensión de algodón se ofreció ante mis ojos, que me cautivó. Campos llenos de olivos y naranjos. Todo esto era nuevo para mí, acostumbrada como estaba a ver sólo agua de mar salada. Observando el río Genil retorcerse entre los monte, me quedaba absorta y pensativa, y mi padre al verme tan callada, empezó a contarme cosas de su pueblo y de esa manera se me hizo el viaje más ameno. Me habló de su niñez, de sus hermanos y hasta de su adolescencia. Fue así como lo conocí un poco mejor y ya no me parecía ni tan serio ni tan recto. Me dijo que a los dieciséis años se fue a la Falange con su hermano mayor, y que cuando estalló la guerra las pasó canuta, con mucho miedo, frío y hambre. Otros dos más se fueron a la División Azul, luchando en Rusia, y estuvieron casi tres años sin volver, de tal manera que lo dieron por desaparecido. Su madre y hermanas, llevaron luto por ellos durante mucho tiempo pensando que habrían muerto, y cuando apareció por el pueblo, la gente se creía que eran unos fantasmas de canijos y ojerosos. Avisaron a su madre, y la pobre cuando los vio se cayó al suelo y entre sus hijas y unos cuantos vecinos tuvieron que cogerla en brazos. Mientras me contaba estas cosas, me daba  cuenta de que la familia de mi padre eran unos auténticos desconocidos para mí, y ya no estaba tan arrepentida de haberme ido con él al pueblo y pensaba que a lo mejor me venía bien conocer a la abuela. Después, seguía contándome los dos que regresaron y el más jovencito de todos, emigraron a Alemania, y cuando volvieron con los bolsillos llenos, dieron la entrada para un piso, que sus novias habían elegido en la capital, pero que no se casaron con ellas, hasta que le buscaron buenos hombres a sus hermanas. Cuando ya consiguieron casarse, siguieron trabajando en Alemania, volviendo tan sólo por navidad y algunos días de veranos, dejando a sus mujeres al cuidado de los niños. Pasado veinte años, regresaron definitivamente, ya que el más pequeño se colocó en una fábrica de electrolisis, y gracias a él, entraron los demás. Estaba completamente despejado cuando llegamos al pueblo.







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