- 2 -
Después de aquella larga noche llegamos a la ciudad, donde mi padre
tenía una hermana viviendo en un barrio más bien humilde, la cual al vernos se
puso a llorar al tiempo que abrazaba a su hermano. Después se paró ante mí, y
me dijo que tenía un enorme parecido con su otra hermana. Encarna que así se
llamaba mi tía estaba casada con un hombre simpático y risueño que por lo
poquito que estuve con él, podía ver que siempre estaba de buen humor. Tenían
dos hijas. Una de dos añitos, y un niña de tres meses que en aquél momento
dormía en un moisés, pero que al despertar llorando, mi tía la trajo en brazos
enseguida. Antes de darle de mamar, se la colocó en las rodillas y poniéndole
el culito en pompa, le introdujo una cerilla untada en aceite de oliva por el
ano, cosa que me sorprendió muchísimo. Ella me dijo que era para que hiciera
caquita. Más tarde utilicé ese mismo método conmigo misma en un momento muy delicado
de mi vida, y que no me dio resultado. Después de cenar me acosté en un
cuartucho pequeño con una ventana que daba a un patio interior donde, cuando me
asomé, estaba llenito de ropa tendida. El piso de mi tía no tenía ni una
ventana al exterior. Era oscuro y un poco tétrico, más o menos, como cuando
aquí apagan las luces y los enfermos graves gimen y se quejan... quizás sean los espectros... no sé... a veces me asaltan tantas dudas...
Al otro día cogimos el coche de línea y derechitos hacia el pueblo de
mi padre. Pasamos por una estación, que ahora, recordándola, me parece
milenaria, de lo vieja y antigua que la recuerdo, donde un señor con una
gorrilla y un silbato, salía precipitadamente de un aseo abrochándose la bragueta, y con la
pierna derecha cerró la puerta de un golpetazo. Todo esto era nuevo para mí, y
no sé por qué, pero tenía el presentimiento, que iba a durar poco en aquél
pueblo. Encima no paró de llover ni un instante. Estaba cayendo tal chaparrón,
que el conductor tuvo que pararse en medio del camino por que apenas divisaba
la carretera, cosa que me asustó mucho. Una viejecita que estaba delante de mí,
sacó un rosario y se puso a rezar en voz alta, y cuando terminaba el Dios te
salve María, los demás viajero, se unían a ella contestándole Santa María madre
de Dios, cosa que en vez de consolarme, hasta me asustó un poco, pero por lo
bajini hacía lo mismo que ellas, y después con las dos manos juntas, y mirando
hacia el cielo: Ángel de mi Guarda dulce compañía... Cuando la lluvia amainó un
poco, el conductor retomó el rumbo carretera adelante, dejando atrás las nubes
que poco a poco iban desapareciendo, mientras unos difuminados rayos de sol
entraban por mi ventanilla, dejándome ver un paisaje campestre precioso. Una
gran extensión de algodón se ofreció ante mis ojos, que me cautivó. Campos
llenos de olivos y naranjos. Todo esto era nuevo para mí, acostumbrada como
estaba a ver sólo agua de mar salada. Observando el río Genil retorcerse entre
los monte, me quedaba absorta y pensativa, y mi padre al verme tan callada,
empezó a contarme cosas de su pueblo y de esa manera se me hizo el viaje más
ameno. Me habló de su niñez, de sus hermanos y hasta de su adolescencia. Fue
así como lo conocí un poco mejor y ya no me parecía ni tan serio ni tan recto.
Me dijo que a los dieciséis años se fue a la Falange con su hermano mayor, y que cuando
estalló la guerra las pasó canuta, con mucho miedo, frío y hambre. Otros dos
más se fueron a la División Azul, luchando en Rusia, y estuvieron casi tres
años sin volver, de tal manera que lo dieron por desaparecido. Su madre y
hermanas, llevaron luto por ellos durante mucho tiempo pensando que habrían
muerto, y cuando apareció por el pueblo, la gente se creía que eran unos
fantasmas de canijos y ojerosos. Avisaron a su madre, y la pobre cuando los vio
se cayó al suelo y entre sus hijas y unos cuantos vecinos tuvieron que cogerla
en brazos. Mientras me contaba estas cosas, me daba cuenta de que la familia de mi padre eran unos
auténticos desconocidos para mí, y ya no estaba tan arrepentida de haberme ido
con él al pueblo y pensaba que a lo mejor me venía bien conocer a la abuela.
Después, seguía contándome los dos que regresaron y el más jovencito de todos,
emigraron a Alemania, y cuando volvieron con los bolsillos llenos, dieron la
entrada para un piso, que sus novias habían elegido en la capital, pero que no
se casaron con ellas, hasta que le buscaron buenos hombres a sus hermanas. Cuando
ya consiguieron casarse, siguieron trabajando en Alemania, volviendo tan sólo
por navidad y algunos días de veranos, dejando a sus mujeres al cuidado de los
niños. Pasado veinte años, regresaron definitivamente, ya que el más pequeño se
colocó en una fábrica de electrolisis, y gracias a él, entraron los demás. Estaba
completamente despejado cuando llegamos al pueblo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario