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Cuando bajamos del coche
de línea, estaba toda la familia de mi padre esperándome con los brazos
abiertos. Eran abrazos llenos de alegría y entusiasmo, como si me hubiera
criado entre ellos. En cambio yo me sentía como una extraña, pues al fin y al
cabo, era la primera vez en mi vida que los veía. No tenía sentimiento de
prima, sobrina y menos nieta. Para mi eran unos auténticos desconocidos, y cuando
me apretujaban notaba como un rechazo, no sé explicarlo muy bien, pero era como
un repelús rarillo. Después de tantos besos y abrazos recorrimos el pueblo y
según iba caminando, a mí se me cayeron los palos del sombrajo, ¡tierra
trágame! ¿Cómo se le había ocurrido a mi madre inducir a mi padre a que me
trajeran a éste poblacho de mala muerte? La culpa la tuve yo por ceder, pero ya
no tenía remedio. Cenamos en casa de una prima hermana de mi padre y finalmente
fuimos a casa de la abuela Trinidad. Jamás olvidaré las lágrimas de mi padre al
verla. Casi se arrodilla. Se fundieron en un abrazo interminable, que todavía
cuando lo recuerdo lloro de emoción llenando éste preciso instante de paz y de
amor. Verdadero amor incondicional entre una madre anciana y un hijo que no se
veían en más de veinte años. Fue el único momento que sentí ternura hacia ella
y desde entonces empecé a quererla como si la hubiera rozado toda la vida.
Era mi
abuela Trinidad una mujer menuda, pequeña y delgadita… ¡Qué frágil es! Pensé. Tenía
los ojos azules como el cielo y el pelo canoso, completamente blanco. Lo
llevaba recogido en una larga trencilla y enroscada como un moño sujeto con
varias horquillas. No sé por qué pero me vino a la mente, aquellas muñequitas
de trapo que mamá os hacía a ti y a Lola, ¿te acuerdas? ¡Qué alegría acabo de
sentir con ese recuerdo! Ya ve si habré sonreído que uno que acaba de pasar
medio zumbado se me ha quedado mirando como diciendo: Otra que se cree que se
va para el otro barrio, je, je, je…
Estaba vestida de negro. Ella
decía de luto, pues en el pueblo aquél, cuando una mujer enviudaba ya no se
quitaba el luto el resto de su vida. Tan sólo se ponía un delantal a cuadritos
gris y negro y por lo alto de los hombros llevaba una toquilla de croché, negra
también. Vivía en una casona de dos plantas, con una puerta falsa por donde
pasaban las caballerías, y al lado en la entrada principal, un portalón que daba acceso a
una antesala con un suelo bordado de chinas bellísimo, desde el cual se podía
ver un patio andaluz de blancas paredes, donde las macetas llenitas de flores
perfumaban una palmera que había en el centro. En un parterre, crecía un jazmín
donde mi abuela se dedicó a arrancar unas florecillas blanquitas y me hizo un
ramillete pinchado en un alfiler. Me dijo para que mi habitación oliera bien. También
había un pozo que compartía con su hermano Pepe. Pasamos por el corral de
gallinas que estaba al lado de una estancia enorme para los aperos de las mulas
y el pajar estaba en otro sitio. Luego subimos unas escaleras hacia las
habitaciones donde pasé mi primera noche, apenas sin dormir. Empecé a echar de
menos mi monte Hacho, el África Ceutí, Benzú, el Morro, La Puerta del Campo, La calle
Real, la plaza del Mercado donde vendían el mejor pescado, los Bazares, los
desfiles militares, el Puente de Cristo, el Peñón de Gibraltar, la playa, el mar…
Poco a poco, las lágrimas empezaron a rodar por mi rostro, y cuando llegué a mis hermanas pequeñas y a
mi madre afluyeron como si fuera las cataratas del Niágara… Finalmente me dormí
rezando: Ángel de mi Guarda, dulce compañía…
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