domingo, 19 de mayo de 2013

A TRAVÉS DE TI.- EN EL PUEBLO.- Capítulo Catorce.- Primera Parte.-




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Cuando bajamos del coche de línea, estaba toda la familia de mi padre esperándome con los brazos abiertos. Eran abrazos llenos de alegría y entusiasmo, como si me hubiera criado entre ellos. En cambio yo me sentía como una extraña, pues al fin y al cabo, era la primera vez en mi vida que los veía. No tenía sentimiento de prima, sobrina y menos nieta. Para mi eran unos auténticos desconocidos, y cuando me apretujaban notaba como un rechazo, no sé explicarlo muy bien, pero era como un repelús rarillo. Después de tantos besos y abrazos recorrimos el pueblo y según iba caminando, a mí se me cayeron los palos del sombrajo, ¡tierra trágame! ¿Cómo se le había ocurrido a mi madre inducir a mi padre a que me trajeran a éste poblacho de mala muerte? La culpa la tuve yo por ceder, pero ya no tenía remedio. Cenamos en casa de una prima hermana de mi padre y finalmente fuimos a casa de la abuela Trinidad. Jamás olvidaré las lágrimas de mi padre al verla. Casi se arrodilla. Se fundieron en un abrazo interminable, que todavía cuando lo recuerdo lloro de emoción llenando éste preciso instante de paz y de amor. Verdadero amor incondicional entre una madre anciana y un hijo que no se veían en más de veinte años. Fue el único momento que sentí ternura hacia ella y desde entonces empecé a quererla como si la hubiera rozado toda la vida. 
Era mi abuela Trinidad una mujer menuda, pequeña y delgadita… ¡Qué frágil es! Pensé. Tenía los ojos azules como el cielo y el pelo canoso, completamente blanco. Lo llevaba recogido en una larga trencilla y enroscada como un moño sujeto con varias horquillas. No sé por qué pero me vino a la mente, aquellas muñequitas de trapo que mamá os hacía a ti y a Lola, ¿te acuerdas? ¡Qué alegría acabo de sentir con ese recuerdo! Ya ve si habré sonreído que uno que acaba de pasar medio zumbado se me ha quedado mirando como diciendo: Otra que se cree que se va para el otro barrio, je, je, je…
Estaba vestida de negro. Ella decía de luto, pues en el pueblo aquél, cuando una mujer enviudaba ya no se quitaba el luto el resto de su vida. Tan sólo se ponía un delantal a cuadritos gris y negro y por lo alto de los hombros llevaba una toquilla de croché, negra también. Vivía en una casona de dos plantas, con una puerta falsa por donde pasaban las caballerías, y al lado en la entrada principal, un portalón que daba acceso a una antesala con un suelo bordado de chinas bellísimo, desde el cual se podía ver un patio andaluz de blancas paredes, donde las macetas llenitas de flores perfumaban una palmera que había en el centro. En un parterre, crecía un jazmín donde mi abuela se dedicó a arrancar unas florecillas blanquitas y me hizo un ramillete pinchado en un alfiler. Me dijo para que mi habitación oliera bien. También había un pozo que compartía con su hermano Pepe. Pasamos por el corral de gallinas que estaba al lado de una estancia enorme para los aperos de las mulas y el pajar estaba en otro sitio. Luego subimos unas escaleras hacia las habitaciones donde pasé mi primera noche, apenas sin dormir. Empecé a echar de menos mi monte Hacho, el África Ceutí, Benzú, el Morro, La Puerta del Campo, La calle Real, la plaza del Mercado donde vendían el mejor pescado, los Bazares, los desfiles militares, el Puente de Cristo, el Peñón de Gibraltar, la playa, el mar… Poco a poco, las lágrimas empezaron a rodar por mi rostro,  y cuando llegué a mis hermanas pequeñas y a mi madre afluyeron como si fuera las cataratas del Niágara… Finalmente me dormí rezando: Ángel de mi Guarda, dulce compañía…



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