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Durante
todo el mes que estuve con ellos, jamás me dijo una palabra bonita de sus
hermanos. Si uno era listo y tenía un buen trabajo, sentía una envidia tan
grande que se las ingeniaba de tal manera para desmerecer cualquier esfuerzo
que hiciera. No se alegraba de que sus sobrinos estuvieran bien. A todos les
sacaba un defecto. Para ella los más guapos, los que estudiaban más y los más
decentes eran sus hijos. Continuamente me decía que le contaban todo, y que
Rosa, su hija no tenía secretos para ella. Además que Eustaquio estaba
terminando la carrera de derecho, y que se iba a forrar de dinero, como uno de
los mejores abogados de Madrid. Lo tenía todo planeado. Cada vez que pienso en
aquél dichoso mes que pasé en su casa, recordando lo de todo planificado, me
viene a la memoria aquella frase tan inteligente que mi madre no se cansaba de
repetir: “El hombre propone y Dios dispone” Mi pobre madre no sabía nada del
cambio tan radical de su hermana Elvira, y aunque lo hubiera visto con sus
ojos, seguro, seguro, que no se lo creería. Elvira era la mujer más falsa e
hipócrita que yo había conocido hasta el momento y cuando se lo contaba a mi
madre, la pobre la quería tanto que nunca me creyó. Tenía una venda tan grande,
estaba tan ciega, que cuando la conoció de verdad se llevó el desengaño más
grande de su vida. Yo estaba deseando volver con mis padres, pero hasta que no
llegaran a La Península,
no, así que mientras tanto, para que no me echaran en cara los gastos que
ocasionaba, limpiaba y fregaba la casa todos los días. Con tal que no me
dijeran nada, incluso, repasaba la ropa y hasta le hice a mi prima un vestido
muy bonito, que le encantó. Ella se portaba muy bien conmigo, y sé
positivamente que lo pasaba mal cuando su madre me reñía, pero nunca dijo nada.
Allí nadie decía ni mu. A veces comía en la cocina con la cabeza agachada y
casi llorando. Una noche me sorprendió mi prima Rosa gimiendo y se metió
conmigo en la cama y me estuvo calmando y animando. Me dijo que su madre no era
tan mala, sólo que su padre era un poco maniático y quería ante todo orden y
obediencia. Luego me contó que estaba enamorada de un chico del barrio, y
llevaban saliendo juntos dos años, y que
ya se había acostado con él, pero que no se atrevía a decírselo a sus padres,
por que no era de su condición social, ¡pobrecita! ¡Qué infeliz era! Y pensaba
que la infeliz era yo. Tan sólo lo sabía su hermano que por su parte se liaba
con todo lo que tuviera falda, y tenía fama entre sus compañeros de la universidad
de ser el que más chicas se había tirado. Ahí es cuando me quedé con la boca
abierta y me dí cuenta de cuanta hipocresía abunda en el mundo de algunos
ricachones. Sé que no todos son así, ahora lo sé, pero ellos precisamente, eran
de los que confesaban y comulgaban todos los domingos, y cuando yo les decía
que a mi me aburría mucho la misa, se ponían histéricos perdidos, y chillando
me decían, que allí se predicaba el evangelio, y que cuando el cura explicaba
lo que quería decir, ellos lo entendían perfectamente, y que la palabra de Dios
es sagrada. Yo miraba a mi tía Elvira, y tan sólo le veía las venas del cuello
tan hinchadas, que me volvía rápidamente a mi habitación sin decir nada. Es por
eso que aquella noche mi prima me oyó llorar. A partir de entonces, nos hicimos
muy confidentes y le conté todos mis desengaños amorosos. Sin venir a cuento
empecé a llorar tanto que la contagié, quedándonos dormidas la una junto a la
otra. Sólo hizo falta una noche de cariñosas confidencias para borrar aquél mes
tan tormentoso que pasé en Madrid, y ahora mismo su recuerdo me hace sentir fe
en las cosas buenas de la vida, y que no todo es tan malo, y aunque éste sitio
no sea de mi agrado, gracias a esos momentos, puedo soportarlo. Desde entonces
nos hicimos muy buenas amigas. Un día llegó el cartero con una carta. Las manos
me temblaban, casi rompo el sobre, ¡al fin! Mi padre me dijo que me fuera a
casa de su hermana Encarna, que ellos llegarían lo más pronto posible. Hice mi
maleta y rumbo hacia Córdoba.
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