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París, París… Me encantaba París y los parisinos. Sobre todo el aire de libertad que tenían las mujeres, de ir por la vida tal cual, sin tapujos. Me encandilaba ese entusiasmo que demostraban por las cosas alegres y fáciles. Desde un principio me hizo sentir como si yo hubiera vivido allí siempre. Me gustaba pasear por sus calles, visitar sus museos. Caminar a lo largo del Sena o recorrer el río sentada en el Bateaux-Mouches.
Adam tenía muchísimos amigos y amigas. La mayoría estaban emparejados y
vivían juntos. Ningunos estaban casados. Los
sábados nos íbamos de marcha a bailar a una enorme discoteca, en el
barrio de La Bastille,
donde la mayoría de los franceses se iban de juerga. Las horas se nos pasaban
bebiendo y fumando como locos. Estaba en todo mi apogeo, de guapa y contenta.
Entonces tenía veintinueve años y sólo pensaba en divertirme y pasarlo bien. Lo
mismo que en un espectáculo del Can-Can, a bailar, bailar y bailar... Sus
amigos me trataban como si me conocieran de toda la vida. Eran alegres y
divertidos. Siempre estaban riendo. Una noche fuimos a ver un espectáculo
musical en Pigalle, barrio muy famoso, sobre todo para los hombres. Allí estaba
el Moulín Rouge alzado en alto, y a lo largo de toda la calle múltiples tiendas
donde sólo se vendían objetos eróticos. Era la primera vez que veía tantos
penes ridículamente adornados. Todo esto era nuevo para mí. En otra ocasión me
llevó a pasear a lo largo del Sena donde, cada dos por tres, había una pareja
bailando un tango al ritmo de unos latinoamericanos cantando y un viejo tocando
el acordeón. También subimos a la Torre Eiffel, desde donde se podía apreciar todo
París, que de noche aparece iluminada, ¡preciosa! Me enamoré de los cuadros del
museo El Louvre. De los Campos Elíseos, del río Sena, de Notre Dame, de los
Jardines de Versalles y de su gente. Estuvimos pateándola de arriba abajo y
justo subiendo por las calles de Mont Martre, en una plazoleta, la bohemia se
presentó ante mí, con centenares de pintores sentados en pequeños taburetes,
pintando y ofreciendo sus láminas expuestas en los caballetes. Ese día me di
cuenta de que aquél apartamento tan pequeñito estaba hecho para mí. Estaba tan
feliz y contenta que pensé que jamás volvería a España para vivir. Tenía una
venda de dicha alrededor de mis sentimientos. Pensaba que París era la brújula
de mis emociones. Sus enormes avenidas espléndidas de luz. El cielo ese tan
azul, a veces celeste, con un sol radiante, y justo al momento, tres nubarrones
negros cargados de agua, y a lo lejos, los relámpagos tronando, todo a la vez,
en un mismo día, me hacían sentir que estaba llena de vida. Me sentía pletórica
de felicidad. ¡Qué equivocada estaba! Cuando quise darme cuenta de mi error, ya
era demasiado tarde para mí, pagando con creces todo lo que sufrí con éste
franchute de mierda que nos engañó a todos con esa cara de santo de los cojones,
que si yo lo hubiera sabido antes le doy una patada en los huevos y se los
pongo de pajarita. ¡Dios mío, perdóname! Yo no hablo de este modo, ya sabes que
fui educada en el seno de una familia muy correcta, pero es que siento tanta
impotencia en este momento tan jodido para mí, que hasta la vulgaridad me
doblega, por eso quiero hacer hincapié en estas frases groseras, pues quiero
transmitir a través de ti, que nadie soporte por entonces yo que viví.
Al principio de llegar a su pequeño apartamento de París y que a mí me conquistó,
todo iba viento en popa, pero pasado unos meses, empecé a conocer al verdadero
Adam, y cada día me gustaba menos. Lo primero que descubrí es que Adam robaba.
Fue una tarde que nos fuimos a las grandes galerías de La Fayette, y me preguntó qué
perfume quería. Cuando llegamos a casa, me lo mostró, dejándome con la boca
abierta. No le había visto pagar. A partir de entonces, se iba todas las tardes
con una gabardina bastante amplia, y siempre regresaba con artículos robados.
La mayoría de las veces eran botellas de whisky que después vendía. Una vez
hasta se atrevió a traer un pequeño televisor. Dominaba el arte del robo mejor
que nadie. Era un auténtico ladrón. Él y su amigo, uno de los que me presentó
al principio con cara de niño bueno. Ese de cara de bueno era Marcel que estaba
casado con Brigitte. Desde un principio, ella lo sabía, pero nunca me dijo nada
o supuso que yo estaba de acuerdo con Adam. El caso es que le daban igual mi
opinión ya que pasaban de lo que pudiera decir haciendo lo que le daban la
gana.
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