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Después de varios días en cama, el equipo de oncología, me propuso un
tratamiento alternativo de quimioterapia, y yo, sinceramente estaba harta, pues
al fin y al cabo, lo mío ya no tenía remedio. Estaba empachada de tantos
fármacos, así que le dije que me dejara vivir en paz el poco tiempo que me
quedara. A partir de entonces me dediqué a salir cada tarde alrededor de mi
casa. Caminaba muy despacito, pero como seguía siendo tan guapa y femenina,
hasta me salió un pretendiente bastante majo. Todas las tardes se sentaba a mi
lado a contarme sus aventuras. René, que así se llamaba mi leal pretendiente,
era un hombre alto y muy delgado, viudo, de buena posición, y tan sólo tenía
sesenta años, total no era tan mayor, y a pesar de mi estado de salud, me
propuso matrimonio, cosa a la que me negué rotundamente, no por su aspecto
impecable, no, si no por que él tenía muchas ganas de sexo todavía, cosa que a
mí ni se me pasaba por lo alto. Tan sólo el pensar que me viera desnuda, me
daban ganas de salir pitando, y aunque él insistía que no le importaba, a mí
sí. La verdad es que se encontraba muy solo, así que le hablé de mi amiga
Silvi, que aún no la conocía. A ella le dije que le quería presentar un amigo
que le iba a gustar mucho por que era un hombre muy guapetón para la edad que
tenía. Quedamos un domingo por la mañana. Al momento se cayeron bien y hasta
ahora. Se fueron a vivir juntos poco después. Mi hija Ellen se había colocado
en un banco y tenía un sueldo estupendo, y seguía con su novio Fhilipp, que era
el encargado de un camping. Mis amigos Silvi y René venían a visitarme todas
las tardes y juntos caminábamos hasta el parque. Entonces yo me apoyaba en un
andador. Casi siempre era ella la que llevaba la voz cantante, por que
últimamente, apenas me salía la voz del pecho y tenía que escribirle pequeñas
notas para que me entendiera. Pasado un mes, tuve que salir con una botellita
de oxígeno por la calle, como si fuera el carrito de la compra, pero no me
importaba ya que mis pulmones lo agradecían mucho. A veces me enfadaba conmigo
misma por la situación, y llegó un momento tan desesperante, que sólo quería
morirme. Le dí tantas vueltas a la idea, que no tenía ningún miedo, y os puedo
asegurar, que cuando una persona llega a tener tan poca calidad de vida como
yo, los sentimientos y la manera de ver las cosas te hacen cambiar de tal
manera, que se pierde todo temor. Pensaba que la muerte era la cosa más natural
del mundo, y estaba tan cansada que sólo quería estar durmiendo en la cama, y
que nadie me molestara. Me sentía tan feliz, que cuando, mis hermanas me
llamaban por teléfono desde España, me enfadaba con ellas y les decía que no
volvieran a despertarme. Cuando me encontraba con fuerzas, volvía a salir dando
un pequeño rodeo por la calle, y en uno de esos paseos, caí desplomada al
suelo. Necesitaba urgentemente un milagro…
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