miércoles, 28 de noviembre de 2012

MI HERMANA LA MAYOR.-

Mi hermana Trini nació en el año de mil noveciento cuarenta y siete, a finales de febrero en la ciudad de Ceuta. Por lo tanto al ser la mayor de las hembras, aprendió antes y con tiempo a hacer todas las faenas del hogar. Entre mullir colchones, sacudir mantas y cambiar sábanas se pasaba la mañana y para colmo fregaba el suelo de rodillas y a mano. A los catorce años ya sabía cocinar, mientras mi madre no paraba de lavar en la pila del balcón restregando el jabón contra toallas, paños de cocina y un sinfín de ropa. Raro era el día que no la esperaba una montaña de telas de colores enredadas con vestidos, pañuelos y calcetines. Los sábados, entre las dos se dedicaban a hacer limpieza general poniendo patas arriba toda la casa, encerrándonos en el comedor viejo, encomiándonos que no saliéramos de allí hasta que no se secara el suelo. Menos mal que pronto se inventó una fregona nueva y mi padre la compró, la primera del barrio que yo recuerde, y que vinieron todos los vecinos a verla, pues antes de ahora, en casa se fregaba a cuatro patas, con estropajo y jabón. Un cubo de latón, todo llenito de agua, que mi hermana la mayor se dedicaba a echarla sobre el suelo con un trapo viejo chorreando. La pobre siempre arrodilladita, se liaba a fregotear el suelo con sus manos desnudas, ¡toda la santa mañana! escurriendo el trapo ¡más de mil veces! Así que cuando mi padre se presentó con ese palo alargado, o era de metal, ya no me acuerdo bien, pero tenía en la parte de abajo una esponja amarilla que se empapaba de agua y después se escurría tirando de una palanca hacia arriba, ¡menudo artilugio! Hasta tenía acoplado un cepillo de cerdas tiesas que cepillaban la casa como si fuera un vestido. A partir de entonces mi hermana Trini no volvió a quejarse ni del frío ni del sabañón, ni de las rodillas coloradas ni de la espalda encorvada. Más tarde le siguió una lavadora que hacía troco-trón, troco-trón, y cuando mi hermana Lola y yo metíamos las manos para coger la espuma, mi madre nos daba con las zapatillas. Después compraron una plancha que se enchufaba en la pared y una olla enorme a presión que tenía un pitorrito en la tapadera que cuando le daba la gana, se liaba a dar vueltas como una bailarina.
En verano, los soldados del cuartel pintaban la casa entera sin costarle a mis padres ni una peseta, mientras mi madre y Trini doblaban las mantas y las guardaban en un baúl con bolitas de alcanfor, pasando después el turno a las camas, deshaciendo colchones y almohadas, vaciándolos por completo y llenando el suelo de pegotes lanudos blancos, marrones y grises, ¡toda la casa llena de montañitas! Mis hermanos menores jugaban sin cesar, trepando como si fueran montes gigantes, sentados en lo alto y tirándose boca abajo hasta que llegaba mi madre gritando y con la zapatilla. Después entre mis padres y Trini se liaban otra vez a rellenar los grandes sacos y coserlos, ¡como me gustaba verlos! ¡pobrecita mi hermana! Mulle que te mulle los colchones con sus manitas, desnudos los dedos, arremetiendo con fuerza la tela esa tan basta del colchón, sin dejar un bulto sobresaliendo, mientras, nosotras estupefactas ante tantos pelusones repartidos en grandes montes, ¡qué barbaridad! No comprendía que pudieran caber dentro del saco aquél. Era testigo fehaciente de tanto desmadre en aquél momento de mi vida, igualito que una odisea llenita de aventuras, donde el entusiasmo y la alegría se combinaban con las faenas del hogar, reflejando en la limpieza, la belleza de la vida casera, entonando mi madre canciones de amor que marcaron mis días de niña, llenando mi corazón de júbilo y mi cabeza de imaginación...
En aquella época Trini era una adolescente escuálida, desgarbada y muy blanca, además tenía un millón de granos repartidos por toda la cara, que a la pobre la acomplejaba tanto, que se tiraba las horas muertas encerrada en el cuarto de baño delante del espejo extirpándoselos, y cuando salía estaba más colorada que un salmonete. Últimamente estaba creciendo mucho y casi todo le quedaba pequeño, sobre todo los zapatos. A veces la oía quejarse a mi madre, y llorando le decía que casi ninguna vecina quería salir con ella los domingos para ir al cine, por que se avergonzaba de cómo iba vestida, ¡siempre con lo mismo! Además se reían de ella por que apenas tenía pecho, ¡parecía una tabla! así que muchas veces se rellenaba el sujetador con algodones, ya que continuamente se comparaban a ver quién tenía más, pero lo peor no era eso, si no que en verano, le aterraba ponerse el bañador, ¡era más blanca que la leche! y por mucho sol que tomara, tan sólo conseguía ponerse colorada como las gambas, pero al otro día seguía blanca, blanca, blanca...

No hay comentarios:

Publicar un comentario