viernes, 9 de noviembre de 2012

LA PLAZA DEL MERCADO.-

Hoy vamos a la Plaza del Mercado, ¡qué bien! Mi madre nos lleva a Lola y a mí a comprar, mientras Trini se queda al cuidado de Inma y José, así que corremos por que la camioneta amarilla está llegando del Morro y tan sólo para unos minutos, y como mi madre está un poco gordita, la pobre sale pitando para coger asiento la primerita, en cambio a Lola y a mí, nos encanta engancharnos en la baranda del techo, pues con el movimiento no paramos de reír. Entre zarandeos y baches llegamos al centro de la ciudad, donde hay una plazoleta enorme con una fuente preciosa en medio, rodeada de los bazares que tienen los hebreos, ¡parecen los más ricos de Ceuta! Lo pienso cuando veo que sus mujeres llevan vestidos de seda largos, con un filito dorado. Frente al Paseo Marítimo, está la plaza del mercado, ¡es grandísima! Con varias plantas, y tiene entradas y salidas por todas partes, ¡parece un laberinto! En la puerta principal, un hombre gritando: "¡El Faro, el Faro!" Ofreciendo el periódico de Ceuta, mientras los transeúntes pasan cogiendo uno de la silla, dejando caer unas monedas en el platillo del suelo. Antes de ir a la plaza, mi madre me compra un coco y a Lola una palmera en la famosa cafetería La Campana, toda llena de gente desayunando. Finalmente entramos en esa gigantesca Plaza por un pasadizo oscuro y húmedo, algo inclinado, donde olía a fruta, verduras, carnes, todo junto a aquellos gallos vivos que el moro exhibía con las crestas rojas y tiesas, con unos colgajos a cada lado de su cabeza, con la mirada fija y penetrante, ¡me ponía los pelos de punta! sobre todo cuando se liaba a andar de un lado a otro, y ese pico, ¡qué miedo! Yo pasaba corriendo antes de que se diera cuenta, y llegaba hasta la planicie, donde se encontraban todas las moras sentadas en el suelo, unas al lado de la otra ofreciendo la mercancía en trozos de telas extendidas. El olor de la hierbabuena se confundía con el perejil, y en una canasta de mimbre tenían huevos y cuando pasaban la gente: ¡Huevuuus, huevuuus frescus, huevuuus frescuuus... ! Yo miraba al niño que tras ella me sonreía. Antes de llegar a los puestos de pescado, mi hermana Lola se lía a vomitar por que no soporta ese olor, así que mi madre la deja en el tenderete de la señora Antonia, sí, ese puesto que expone toda la ropa íntima colgada a la vista de todo el mundo, mientras nosotras nos adentramos hasta los puestos de verduras. Los gritos de los pescaderos no paran de chillar: ¡Qué buen boquerón! ¡Sardinaaas...! ¡Qué rica están las sardinaaas! ¡Y la aguja palá! ¡Pasen señoras y miren qué pescadilla, qué pulpo! ¡Almejas, almejasaa, vivas todavía! ¡Chocos, chocooos! ¡Calamares, calamareees...! Gritaban con las venas hinchadas del cuello... ¡Por las escaleras, hijita, rápido por las escaleras!  Y la ayudaba con un asa de la bolsa, mientras ella soplaba y resoplaba, cada vez más cansada, toda redondita, ni siquiera sabía que estaba embarazada de nuevo, ¡pobre mamá! Sube que te sube escalera arriba, hasta que llegamos al moro de arriba, sí, ese que tenía una chilaba a rayas marrón y blanca y su fez rojo, donde mi madre compraba la carne para hacer los pinchitos. Un olor penetrante a té moruno imperaba por todas partes, y el del apio, las ristras de ajos colgadas y las sardinas en arenques expuestas en lo alto de la pared, todas alineadas en perfecta circunferencias. Finalmente bajamos a recoger a Lola en en tenderete de la señora Antonia, donde mi madre compró dos bragas y un sujetador.

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