martes, 6 de noviembre de 2012

EL LLANO DE MI INFANCIA.-

El Llano era una explanada cuadrada frente al balcón de mi casa, rodeado de pabellones militares, donde de pequeña jugaba con mis hermanas a las casitas, a la tula, al escondite, a la comba, al rescate y a esconder los tesoros que después nunca encontraba. El Llano era mi infancia, toda llena de fantasía, de alegría y de vida... En los atardeceres del verano, las niñas cantábamos en corro dando vueltas y más vueltas con las manos entrelazadas: "El patio de mi casa es muy particular... "  Y también: "¿Dónde están las llaves matarile, rile, relo...?"  Las madres sonrientes se asomaban a los balcones, y algunas se sumaban a nosotras cantando: "Tiene mi tarara un vestido blanco que..."  Y ésta otra que tanto me gustaba: "Estaba el señor don gato sentadito es su tejado, miau, miau, miau..."  Los niños jugaban al fútbol, al pincho hincándolo en la tierra, al trompo y a las bolas que ellos mismos se hacían con barro, y después de secarse, las coloreaban. Otras veces se liaban a gritar jugando a las guerrillas y a los soldados disparándose con pistolas de palos, y al que alcanzaban se hacían el muerto tumbándose en el suelo. A los indios, a los romanos, a los vaqueros, a todo lo que tuviera que ver con malos y buenos. Cuando llegaba la primavera el cielo del Llano se llenaba de cometas volando. La mayoría eran hechas con cañas y papeles de colores de seda, como la mía que mi hermano el mayor, Juan, se tiraba toda la tarde recortando y pegando, y después él mismo la dejaba volar y cuando estaba en el cielo, me daba la bobina de hilo para que yo fuera devanando... Por San Juan, los mayores hacían una fogata enorme en el centro del Llano alumbrando la noche de amarillo, rojo y naranja. Los pequeños tiraban toda clase de objetos para avivar el fuego y las llamas crecían y crecían hasta arriba. Las madres en un gigantesco corro tocaban las palmas animando a los más jóvenes a saltar por encima. Era un espectáculo magistral. En invierno, antes de las fiestas navideñas, los vecinos compraban pavos y pollos vivos que dejaban picotear lo que les echaban alrededor, y al lado una lata llena de agua. Cada vecino sabía cual era el suyo por que los ataban justo frente a su balcón,. A nosotras nos encantaban llevarle la comida. Era de lo más entretenido, pero lo peor era cuando en la misma Nochebuena, mi madre tiraba de la cabeza, y mi padre de las patas y ¡zás! le cortaban el pescuezo con un cuchillo, y luego lo colgaban de una alcayata en la pared, para que la sangre se derramara en una cazuela. Más tarde se tiraban no sé cuánto tiempo, con las manos metidas en el fogón lleno de agua hirviendo para desplumar el pollo, ¡toda la cocina llena de plumas! Y nosotras mirando al pobre animal completamente desnudo. Mi hermana Inma con la pata tiesa, venía detrás de mí, ¡que te come, que te come...! Haciéndome correr por todo el pasillo, que por cierto, ésta última apareció de repente pegada a nosotras como si fuera una lapa, con los pelos castaños y tiesos de rata. Ni siquiera recuerdo su nacimiento, en cambio, si que me acuerdo, cuando una vez llegó una señora con un maletín a casa, y mi padre nos encerró en el balcón y nos dijo que estuviéramos pendientes del cielo por que iba a llegar la cigueña con un hermanito nuevo, y allá que estuvimos un tiempo interminable que no puedo describir con la mirada hacia arriba. Al momento los llantos de un bebé nos hizo correr al dormitorio y allí que estaba mi madre gusapísima con una sonrisa en la cara y un niño entre sus brazos. Era el bebé más hermoso del mundo, con los ojos negros y la cabecita llena de rizos. Pesó seis kilos y medio y todas las vecinas bajaron a verlo. Mis padres no cabían en sí de gozo, sobre todo mi padre, pues después de cuatro niñas, llegó éste gordito varón.

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