domingo, 2 de diciembre de 2012

EL TRANSPORTE DE LOS RECUERDOS.-

A mi madre le encantaba el teatro, la zarzuela y la opereta y jamás se perdió una obra de éstas...
- ¡José María ponte la chaqueta que ya estoy dispuesta! - Y detrás de la puerta jadeaba subiéndose la faja - ¡Un, dos y tres! - Saltando hacia arriba para esconder la barriga. - ¡José María, ayúdame! - Y los dos riendos y colorados salían poco después... ¡Qué guapa está mi madre! Con un vestido negro de mil lentejuelas brillantes, un chal precioso y unos guantes que le tapan el codo, sale coqueta dando una vuelta... - ¿Qué tal estoy? - ¡Igualito que una reina! ¡eres una belleza! - Se ha puesto unas uñas postizas y las lleva de color frambuesa, sujetando un bolsito de raso con un broche llenito de estrellas... - ¿Dónde vas tan bella? ¡Qué zapatos más elegantes! - ¡Calla y sigue adelante, que la noche es fresca y nos espera llena de juerga! - Y cogidos del brazo se iban al teatro... Ahora ya sé de qué se reían los muy tunantes...
Una vez que la puerta se cierra, mi hermana Trini nos levanta a Lola y a mí y en una manta nos sentamos en el pasillo, coge la Sagrada Biblia que mi padre ha comprado y nos enseña las ilustraciones de Gustavo Doré, y nos explica lo que quiere decir. Después nos cuenta muchos cuentos y también jugamos al Veo-veo...
Hay que ver Señor mío, siempre juntas las tres hermanitas, toda nuestra infancia pegadas, pegaditas, como lapas... Donde iba la mayor, allí que estábamos Lola y yo, siguiéndolas a todas partes... Igual que un trébol de amor, tres hojitas unidas, muy unidas y ahora sólo tiene dos ésta flor... Dios se la llevó para que hiciera compañía a mamá, un día trece de diciembre, de dos mil tres, poco antes de navidad... Hasta en la adolescencia, cuando empezamos a viajar por pueblos y ciudades... ¡Y qué suerte la mía! Poder ir de un lugar a otro del tiempo con la mente, prodigioso transporte de locomoción que no conoce las barreras del reloj de la vida, traspasando los límites de la velocidad, sin pausa ni medida, yendo del presente al pasado sin prisas, incluso me atrevería a decir, adelantándome al futuro, ya que ellas no están aquí ahora, yo las traigo en éste momento con las letras de la memoria, haciéndolas renacer de nuevo a otro lugar de la existencia humana con tanta suspicacia... Sin dar explicaciones a nadie, tan sólo los recuerdos que van y vienen al libre albedrío del amor y los sentimientos almacenados en ese baúl que es el corazón, y que yo me atrevo a deslizar por Internet...
En una semana santa ya muy lejana, me fuí a Granada con mis hermanas. Una noche de regreso a casa tropecé con la gente que se amontonaba para ver al Cristo Yacente. La cruz la llevaban completamente echada como si fuera una tabla. Estaba atravesando un pequeño puente, y en la cima, justo en la misma cresta, la cruz parecía que se caía. Se le veían los brazos estirados y despegados de la madera y hasta el mismísimo clavo apuntalando sus manos. La cintura formaba un arco dejando que el fresco aire calmara los latigazos de la espalda. Tan sólo el culo rozaba el tablón cubierto por un pedazo de sábana blanca. Hasta las piernas parecían que temblaban, tan juntas como estaban, una encima de la otra, con los pies unidos por los golpes del martillo que al clavo hundió, dejando un rastro de sangre chorreando, pintando unas gotas en los dedos y en el talón...
El cielo estaba negro con unos reflejos de luz de luna, que compungida, envió desde arriba... Unos trazos de nubes alargadas con la silueta dorada, adornaban éste puentecillo tan bonito...
La procesión andaba con pasos tan lentos que parecía que de un momento a otro se iba a caer. La gente la seguía por detrás con un silencio descomunal, ¡se me pusieron los pelos de punta! Los penitentes con los capirotes caídos sobre las espaldas le daban un aire de terrorífica visión, ¡se me encogió el corazón! Y cuando se paró en medio, un escalofrío me recorrió por todo el cuerpo... Sentí verdadero panico al mismo tiempo que una extraña sensación embargó mi corazón llenándolo de dicha. No hay nada mejor que la alegría junto al temor de vivir aquella experiencia indescriptible en palabras, tan sólo la vivencia del inmediato momento retratado en el tiempo como una bella postal, ¡silencio total! La sombra de todas las cabezas de Granada estaban presente, alzada la frente para ver al Cristo Yacente... ¡Callad! ¡Que nadie ose siquiera respirar! Un sordo murmullo recorre el pequeño puente que en vilo, casi se sujeta al suelo. Era espeluznante sentir aquél silencio tan grande. Un halo misterioso envolvía la noche oscura iluminando los corazones de los allí presentes. Poquito a poquito agoniza Jesucristo, ¡muerte detente! ¡Maldito ritmo que tiene el delirio! ¡Que no diga nadie que en su entierro no estamos unidos! ¡Alzados los ojos mirando su rostro! ¡Todos! Del incrédulo, del ateo y del pagano, hasta en el peor de los cristianos, en sus caras aparecía una mueca enfervorizada... ¡Asombroso! Pasos, pasos y más pasos de alpargatas que casi te arrastran a su sentir...
La gente sucumbía ante tanto dolor allí latente, ¡apagen  las velas! Una humareda de cera se diluye con la suave ventolera, que ligera hace presa del aroma evaporándose por las calles, atrayendo a más gente, haciendo imposible la visión a los de atrás, que empujando casi tiran al pobre penitente, que desconsolado, los velones estaba apagando. Un chirriar de cadenas se dejaba oír como si fuera un lamento triste y callado a la vez, dejando un rastro de pies descalzos a su paso, como si fuera el gemido de la huella... De repente alzan de nuevo la cruz caminando poco a poco... Parece que se desliza por la pendiente con el Yacente siempre reluciente, y la barbilla pegada al pecho como diciendo: ¡Padre mío, me muero, que me muero...! Y llegando a la carretera se aleja el sufrimiento y la queja, dejando los ojos y la sonrisa seca... Difuminándose las sombras de las cabezas, volviendo el susurro, ahogándose las voces entre callejuelas y rincones, haciendo retroceder a la gente...Y ahora lo recuerdo con respeto y mucho miedo. Me asusta ver tantos santos a cuesta, medio volando, con las manos unidas y los ojos hacia arriba como diciendo: ¡Madre mía, madre mía...!

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