viernes, 14 de diciembre de 2012

MIS PATINES SANCHESKIS.-

Mis padres le compraron unos patines a mi hermana Trini por su cumpleaños, que fueron los primeros de mi vida. Eran unos Sancheskis de hierro que se ataban con unas correas de cuero. Tenía por debajo un tornillo para achicarlos a nuestras medida. Después de hartarse de patinar, nos enseñó a Lola y a mí, tirándonos cuesta abajo con una cuerda atada a la cintura, y en menos de dos días corríamos como galgos. Al año siguiente, por Reyes Magos, todas las niñas de La Puerta del Campo nos juntábamos para patinar en la acera ancha, sí esa que estaba cruzando el Jardín Primero. Desde la parada de la camioneta hasta abajo nos lanzábamos gritando ¡tonta la últimaaa...! Y antes de llegar al final de la acera, nos dábamos la vuelta, ¡qué alegría! Los niños nos perseguían tumbados en una especie de pedal, que ellos mismos se hacían con unos cartones colocados sobre los patines viejos, pues al ser de hierros, éstos se calentaban tanto que se quedaban casi sin rodamientos, pero ellos los ataban de tal manera que parecían carretas, mientras otros tiraban de ellos con cuerdas. Había unos árboles tremendos de altos con unos ramales repartidos que eran verdaderos troncos, donde casi todos los chiquillos trepaban, y cuando pasábamos por debajo nos tiraban unas pelotillas que arrancaban de ellos, y a más de una casi que descalabran. Otras veces se dedicaban a hacer columpio, tan bien hechos, que se tiraban todo el santo día trajinando para dejarlos perfectos. Las niñas les ayudábamos desde abajo, mientras ellos desde arriba, iban enlazando y anudando para acabar con unos tablones o cartones para sentarnos... Una niña sentada, un niño la balanceaba con fuerzas y con ganas... ¡Arriba y abajo! El aire traspasaba mi cara... ¡Arriba y abajo! Ten cuidado que me caigo... ¡Arriba y abajo! Empuja el columpio y no me toques el culo... Ya todas nos hemos paseado por arriba y por abajo, ahora le toca el turno a los niños. Uno sentado y dos empujando... ¡A la una, a las dos y a las tres! ¡Arriba, abajo! Gritos, risas y un batacazo, ¡pobrecillo, casi la vuelta ha dado!
En esa misma acera, al lado de la parada de la camioneta estaba la señora Martina con su carrito de golosinas sentada a la sombra de un álamo blanco, ¡cómo me acuerdo de la señora Martina! Siempre empujanado su carro con lentitud cuesta arriba y tan rápida cuesta abajo! Era una viejecita entrañable con un moñito perfecto en  lo alto de su cabecita que parecía una cebollita. Todos los domingo, mis padres nos daba una peseta para comprarnos un cartucho de pipas y otro de castañas asadas... Al lado había unas moreras grandísimas cargadas de hojas, las cuales arrancábamos para los gusanos de seda que mi hermana Lola y yo teníamos en una caja de cartón...
En verano, los pescadores echaban las redes ocupando toda la acera, con múltiples corchos bordeándolas unidos con cuerdas. Las estiraban para poder ver bien las roturas. Por las tardes, solían sentarse los hombres y mujeres en el suelo y las cosían con unas agujas muy largas, y cuando se iban, mis hermanos pequeños, Inma y José, cogían todos los corchos que podían y se hacían unos flotadores, que cuando llegaban a casa, escondían debajo de la cama, donde tenían sus más preciados tesoros...

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