martes, 30 de abril de 2013

A TRAVÉS DE TI.- CORAZÓN ROTO.- Capítulo Séptimo.- Segunda Parte.-



                              
                                                                      -  2  -


Cuando volví, otra vez a llorar y llorar. Nada me importaba. Nada me interesaba, tan sólo quería que llegara la noche para esconder mis lágrimas. A veces hasta me regodeaba en mi dolor recordando cuando me quería. Me encantaba revivir cada detalle de su amor y me sonreía para mis adentros, pero al momento siguiente lo adiaba y lo maldecía. Era pura morbosidad llenita de pasión. No sé si era masoquista o no, pero me deleitaba en mi propio sufrimiento. Pasaba de la sonrisa al llanto lo mismo que del odio al amor. ¿Por qué me había abandonado? ¿Por qué, por qué...? ¡Lo odiaba! Tenía sentimientos encontrados, todos contradictorios y extraños. Brotaban de mi alma con la fuerza que da la rabia apasionada, y que yo no sabía dominar, ni controlar. Yo era el bicho más malo del mundo. Una serpiente venenosa. Estaba endemoniada y le deseaba el mal. Todo el mal posible. Que la mujer lo dejara por otro, que lo pillara una moto, en fin, muchas cosas malas, que inmediatamente después me arrepentía santiguándome tres veces seguidas, y rezando un padre nuestro y dos ave María. Siempre he tenido esa dichosa costumbre de santiguarme cuando tenía un mal pensamiento. Debe ser que mis padres eran muy, pero que muy devotos cristianos, apostólicos, católicos y romanos, y desde que tengo uso de razón, me inculcaron eso, incluso, rezar todas las noches una oración, cosa que he hecho a lo largo de mi existencia, más bien por rutina que por devoción. Si alguna noche se me olvidaba rezar, me despertaba de madrugada y automáticamente susurraba entre dientes: “Ángel de mi Guarda, dulce compañían no me desampares ni de noche ni de día… Padre nuestro que estás en lo cielos, santificado sea tu nombre… Dios te salve María llena eres de gracia…” Y no sé por qué, pues nunca me ha ayudado ni Dios, ni todos los santos juntos. Ni la virgen María, ni los ángeles del cielo, esos que dicen que son tan buenos. Todo lo contrario, ya que mi vida ha sido desastrosamente amarga, pero mira por donde, ahora, en éste momento tan ingrato para mí, rezar un par de oraciones me viene de perla, ya que me reconforta pensando que yo no elegí la vida que me tocó vivir. En cambio ahora que estoy pendiente de un hilo, voy trampeando con la muerte expresando todos mis sentimientos, y hasta pienso elegir el momento para expirar mi último aliento…
Otras veces sentía lástima de mi misma y pensaba que era la persona más desdichada del mundo, y no atendía a razones. Mi madre estaba continuamente diciéndome que ningún hombre merecía las lágrimas de una mujer. Estas palabras me ponían frenética y me entraba una rabia grandísima, y la maldecía desde lo más hondo de mi corazón, por no comprender mi pena. Pensaba que ella ya no estaba enamorada y que le daba igual, acusándola de mala madre, egoísta y de pocos sentimientos. Después la dejaba con la palabra en la boca mofándome e imitando de malos modos sus gestos, y me encerraba en mi cuarto dando un portazo con la puerta. Más tarde recapacitaba un poco y sin decir nada la ayudaba en la cena pelando más de dos kilos de patatas, mientras ella batía los huevos...
El tiempo pasaba por mí endureciendo mi rostro, mi alma. Mi adolescencia se cubrió de hielo. Mis ojos ya no miraban como una niña enamorada. Entre unas cosas y otras fue pasando los días y sin darme cuenta empecé a adaptarme poco a poco a mi nuevo estado de compuesta y sin novio, y cuando llegó la primavera, comencé a salir con las chicas del vecindario a pasear por el puerto, a oír misa todos los domingos y fiestas de guardar y por supuesto al cine. Los sábados por la noche, como siempre, a la hípica donde todos los jóvenes oficiales se turnaban por bailar conmigo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario