viernes, 26 de abril de 2013

A TRAVÉS DE TI.- BAILE DE SALÓN.- Capítulo Quinto - Tercera Parte -



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Cuando llegué a casa, me acosté rápidamente y estuve toda la santa noche repasando cada momento vivido junto a él. Mi corazón no paraba de latir, y con cada latido volvía a revivir segundo por segundo. Sus manos en mi cintura. Su mirada. Sus labios junto a mi oreja y sus palabras susurrante, pero sobre todo, de cómo se pegaba su cuerpo al mío. Luego me vino a la mente la conversación que mantuvimos, y ni siquiera me acordaba de lo que yo le había contestado, así que tuve que empezar de nuevo, de tal manera, que empezó a dolerme la cabeza de tanto pensar. Cuando se me cerraron los ojos de agotamiento, de repente me acordé de mis palabras, y empecé a recriminarme de lo tonta que me había puesto flirteando con él, y al final me sentí hasta ridícula. Menos mal que antes de amanecer me quedé completamente dormida, y cuando desperté, Jaime, Jaime, fue lo primerito que recordé.
Me levanté nerviosa. Me lavé la cara y me miré en el espejo. Estaba muy fea. Tenía ojeras, la nariz hinchada y el pelo llenito de grasa. Me vino el periodo, y me aseé como las gatas, ya que, según mi madre y todas las madres de aquella época, cuando una tenía la regla no podía mojarse ni un pelo, así que me tiraba cuatro días sin lavarme nada, tan sólo eso que ya os podréis imaginar. Tenía tanto miedo en mojarme algún miembro del cuerpo, que cuando por casualidad me caía agua en un pie, me sentía mareada, ¡cuántas veces se oía por ahí, que tal chica se había muerto por lavarse la cabeza! En fin, no sabía qué ponerme para oír misa de doce, y para colmo, se me enganchó una uña en las medias y las resquebrajé, desde la parte de la liga hasta el talón del pié. Como era domingo, la señora que las arreglaba tenía la casa cerrada, así que cogí un vaso, una aguja de coser y me tiré más de dos horas, tacatá, tacatá, hasta que apenas se notaba, y antes de darme cuenta llamaron a la puerta. Era mi amiga Julia y su hermano Jaime. Me puse colorada como un tomate. Ni me atrevía a mirarle. Él en cambio no paró de sonreírme, de pegarse a mi lado y casi, casi quería cogerme la mano. Julia estaba que no sabía ni qué pensar así que tuve que contarle lo del baile con pelos y señales, porque ni era tonta ni podía mentirle. A esta altura de nuestra amistad, me conocía mejor que nadie. Fue un interrogatorio en toda regla.  Le dije que se me había declarado la noche anterior, y que me había pedido ser su novia formal. Que Monserrat no significaba nada para él, ya que solamente eran amigos desde niños, que yo lo amaba con todo mi corazón, y sin él me moriría. Le pedí que no se lo dijera a nadie, que no se metiera en mi vida, y que me dejara vivir en paz. Colocándome al lado de Jaime, dejé el asunto zanjado.
Según iba caminando, mi corazón daba un sobresalto cuando sus manos rozaban las mías. No sé si lo hacía queriendo o no, pero de vez en cuando me cogía la mano, y entrecruzaba sus dedos con los míos, el caso es que si pasaba una vecina, enseguida me soltaba por temor a que se lo dijeran a mis padres. Todo el mundo se conocía y con tal que te vieran enganchada a uno, ya eran novios formales, y si después se rompía la relación, y salías con otro, era la comidilla del barrio colocándote veinte mil novios, y entonces estaba muy mal visto. No es que yo en aquél momento tuviera premeditado esos pensamientos, si no que eran así y nada más. Aparte de todo esto, es que Jaime era seis años mayor que yo, y se suponía que entre los jóvenes, se emparejaban más o menos de la misma edad. Yo tan sólo era una chiquilla a su lado que nunca había salido de mi tierra. Él en cambio venía de una gran capital muy cosmopolita y mucho más adelantada en todos los aspectos, mires por donde lo mires. Por eso, y por que también la pandilla sabía que tenía una novia esperándolo en Barcelona, tenía tanto miedo, pero cuando se me declaró, caí rendida a sus pies, y nada ni nadie me lo iba a impedir. Cuando llegamos a la iglesia de la virgen de África nos separamos, cada uno por su lado. En aquellos momentos, los hombres se sentaban en el lado izquierdo desde la entrada y las mujeres y niños en las bancas del lado derecho. Los soldados caminaban formando filas y se tiraban la hora entera que duraba la misa de pié sin moverse. Parecían estatuas, los pobres, y en una ocasión, uno cayó al suelo desplomado y tuvieron que sacarle entre cuatro a la calle, mientras el cura impávido, sermoneaba desde el púlpito, dando unos gritos exagerados, con las venas hinchadas, y por mucha atención que le ponía, lo único que hacía era ver dónde estaba Jaime, y cuando nuestras miradas se cruzaron, sonreímos a la par. Me quiere, me quiere, me quiere. Eso era lo que yo sentía y quería. Me quiere, me quiere, soy yo su único amor. Te quiero, te quiero. Mi corazón galopaba y galopaba por Jaime, mi querido Jaime.
            

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