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Me morí, me morí, me morí… Me sentía muy desgraciada, la más
desgraciada del mundo en ese momento de mi vida. Me abandonó por ella, por su
antigua novia, y yo que me había hecho tantas ilusiones, ¡qué ilusa fui! No me
lo podía creer. Me destrozó el corazón rompiéndolo en mil pedazos, y sin
comprender nada me lié a llorar como una tonta. No sabía hacer otra cosa que
llorar. Me dolía tanto el alma, sentía tanta amargura que el llanto era mi
mejor consuelo, mi desahogo, y fue tan grande mi desconsuelo, que no podía ni
salir a la calle. No quería que nadie me viera llorar. Me daba mucha vergüenza,
y menos demostrar tanta pena a mis padres. Tampoco a las vecinas por que
pensaba que se vanagloriaban al verme tan triste y aunque procuraba siempre
aparentar una alegría desmedida, llevaba el dolor escrito en la frente. Para
mí, era un auténtico calvario y una proeza cada vez que estaba con alguien, que
me sentaba a la mesa a comer o cuando me acostaba. Tener que aguantar tantísimas
ganas de llorar, reprimir un simple suspiro, un gemido. Creo que fue el peor
año de mi vida, encerrada en casa y derramando lágrimas en la almohada. Me sentía
la persona más desgraciada del mundo. Nada tenía sentido para mí. No le
encontraba explicación, cómo podía olvidar aquellos besos de amor, esos que nos
dábamos con tanta pasión. Me parecía imposible y una frivolidad. No entraba en
mi cabeza. Yo que lo amaba tanto y aún estaban frescos sus abrazos. Podía sentir
sus manos en mis hombros y sus labios en mi cuello y además todas esas palabras
tan bonitas... hasta su respiración junto a mis oídos. ¿Cómo se puede olvidar
tan pronto? ¿Acaso yo era tonta y estúpida en aquellos momentos? ¿Qué pasa con
los sentimientos? ¡Jaime, vida mía! ¿Por qué has hecho esto conmigo? ¡Cuántas
preguntas sin respuesta! ¿Por qué me ha ocurrido a mí esto? ¿Por qué me has
engañado si yo no te he hecho nada? Si yo te quería tanto... ¿por qué, por qué,
por qué…? ¡Maldita carta! ¡Carta
asquerosa! ¡Mentira, todo es mentira! ¡te odio! ¡te odio! te odio...!
Tenía tan roto el corazón, que no quería saber nada de nadie. Había perdido
el apetito. Sólo quería morirme. Adelgacé tanto que mis padres me llevaron al
médico. Tenía anemia, y me enviaron a casa de unos primos lejanos de mi padre
que vivían en un aldea pequeñísima, con cuatro calles, unas cuantas casas y una
plaza. Enfrente la iglesia se alzaba rodeada de unos bancos donde la mayoría
que se sentaban, eran ancianos. Una callejuela estrecha y muy larga se perdía
entre un par de huertas y algunas montañas que se divisaban a lo lejos, y en
medio de ellas un gran río, se retorcía entre montes y cañaverales,
ensanchándose por partes y achicándose
por caminos pedregosos y llenitos de árboles.
Tenía el primo de mi padre una tienda de ultramarinos, justo debajo de
su casa, y arriba, en el desván un melonar, donde todos los días me comía casi
uno melón entero de lo rico y bueno que estaba. Eran unos melones muy pequeñitos, pero volví a mi casa con unos kilos
de más.
La hija del primo lejano de mi padre tenía una pandilla de jóvenes más
o menos de mi edad, que la única diversión que tenían era el baile de los
domingos y los baños en el río. Todas las mañanas venían a buscarnos y nos
bañábamos en un sitio estratégico, donde no había peligro, ya que el río es muy
traicionero y sólo el que lo conoce bien sabe por dónde hay que meterse. Nos
sentábamos en una roca, de la cual, haciendo alarde de mi estilo nadando, me
tiraba de cabeza dejándolos a todos con la boca abierta, cosa que me encantaba.
Era algo momentáneo. Cuando atardecía, ya estaba deseando volver a casa, y
sobre todo a mi tierra, pues esa aldea era de lo más aburrida que yo había
conocido hasta entonces, además hacía un calor horroroso. Asfixiante.
Acostumbrada como estaba al aire fresco de Ceuta, el cambio fue radical, aparte
de que era el mes de agosto. Pensaba que poniendo tierra y mar por medio me
olvidaría de Jaime. Por eso accedí a los deseos de mis padres, además me atraía
mucho la idea de atravesar el Estrecho de Gibraltar, ya que nunca había viajado
ni en barco ni en tren. Me equivoqué. Más ganas tenía de volver.
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