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Todos los domingos por la tarde, Julia y yo nos íbamos a bailar a casa
de alguna vecina. Eran los típicos guateques. Ya no era necesario que fuera
solamente en su casa, y además a escondidas de mis padres. Por ese lado había
ganado mucho y estaba muy contenta. La fiesta empezaba a las cinco y media y a las
nueve de la noche, antes de que ellos volvieran dejábamos todo recogido y
limpio para que estuvieran contentos, y nos dejaran el próximo domingo. Casi
siempre era por que los padres no estaban. Por entonces, la gente solía
visitarse los domingos llevando unos pastelitos para tomar con café. Después se
dedicaban a jugar al bingo o a las briscas hasta que volvían.
La mayoría de los jóvenes del barrio acudían felices y contentos, pero
eran tantos, que muchos se quedaban rabiosos perdidos en la calle. Julia y yo
nos asomábamos al balcón, fumando y riéndonos a carcajadas para llamar su
atención. A veces bailando con alguno cerca de la ventana para que nos vieran,
¡pobrecillos! No paraban de sisearnos para que le abriéramos la puerta. Y
nosotras alrededor del picú, subiendo el tono de voz para que se oyera bien
alto a Elvis Presley. A mí me encantaba bailar el Twist y el Charlestón. Algunas chicas permanecían sentadas, las más
timoratas, esperando que los chicos las sacaran a bailar, y ellos como siempre
tan tímidos, temiendo una negativa por repuesta. No se daban cuenta de que
estaban deseando. En cambio Julia y yo tomábamos la iniciativa para todo, y
cuando sonaba “La bamba” nos transformábamos en dos auténticas cantantes,
coreando a Ritchie Valens.
Muchas veces nos tacharon de libertinas y de chicas fáciles, sobre todo
cuando nos veían bailar agarrado, oyendo a Jimmy Fontana cantar: “El mundo.” O
aquella otra de Los Panchos: “Reloj no marques las horas…” Ahí ponían los chicos unas caras que parecían
que estaban empanados, vaya, una frase que se ha intercalado…
Siempre teníamos una cola para pedirnos el próximo baile. Julia bailaba
con todos. Con los altos, con los bajos, hasta con los feos, y si era uno
guapísimo, no lo soltaba en toda la santa tarde, arrimándose más de la cuenta,
y cuando nos chocábamos bailando, me miraba haciendo gestos exagerados con las
manos con los ojos y con la boca, dándome a entender que ese chico le gustaba
un montón. Cuando terminaba la balada, enseguida me apartaba de todas las
miradas y me decía muy bajito que le había besado en el cuello, en la oreja y
casi, casi en los labios. También que se estaba enamorando y él le había pedido
salir con ella. Después se tiraba toda la semana hablándome del chico,
resaltando todas sus virtudes, o sea, que tenía unos ojos preciosos con una
mirada subyugante, unos labios carnosos y abrasadores y una voz modulada y
armoniosa. Además fumando, tenía un aspecto muy varonil. Yo era tan selectiva,
que sólo bailaba con los que me gustaban. Siempre me he fijado en los chicos
guapos, altos, moreno y anchos de hombros. A los bajitos los ignoraba, ¡no
soportaba sacarles una cabeza! También me fijaba en su dentadura. Si tenía
algún diente picado o era un dentón, ni los miraba, pero lo que peor llevaba,
era que no supieran hablar bien. Por mucho que me gustara un chico, por muy
guapo que fuera, si hablaba mal sufría tal desencanto, que enseguida me los
quitaba de encima. ¡Cuántas veces he tenido que aguantar a un pesado! Tampoco
podía soportar que le temblara la voz cuando conversaban conmigo, ni las manos
cuando me daba fuego. Sentía verdadera aversión y me daba rabia ser así, pero
no lo podía remediar. Otras cosas que tampoco me gustaba, era que cuando
bailábamos pegados, quisiera arrimarse más de la cuenta, atrayéndome con sus
manos, oyendo su entrecortada respiración junto a mi oreja, ¡uf, qué asco me
daba! Continuamente tenía que despegarlos de mí y al final casi siempre me
dolían los brazos de tanto como los apartaba. ¡No lo aguantaba! Sentía verdadero
rechazo. Otra cosa que me desesperaba, era que tuviera cara de baboso, o sea,
los ojos con mirada lasciva y esa sonrisa socarrona que tienen las hienas. Porque
realmente lo que a mí me atraía, eran los hombres muy seguros de sí mismo, esos
que te cogían por la cintura sin preguntar y te plantaba un besazo apasionado,
lo mismo que en las películas, ¡me encantaban!
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