viernes, 26 de abril de 2013

A TRAVÉS DE TI.- BAILE DE SALÓN.- Capítulo Quinto - Primera Parte



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En la hípica se bailaba, sobre todo en verano, ya que era al aire libre, y con orquesta. Casi siempre cantaba una mujer guapísima y rubia platino, acompañada de dos chicos, y cuando aparecía, todos los hombres suspiraban al verla. Nosotras no parábamos de hablar de su pelo, de sus tacones, y del escotazo en forma de uve de su vestido. Cantaba las canciones de Los Cinco Latinos y de Los Tres Sudamericanos que estaban muy de moda.  
El casino militar estaba en el mismo centro de la ciudad y se daba cita la flor y nata de la gente de alto copete, como solía decir mi madre. Las señoras de los oficiales iban vestidas de largo y con todo lujo de detalles, mirándose entre sí, a ver quién iba la mejor arreglada, con más joyas y más guapa. Los maridos, como siempre, de gala, luciendo galones y estrellitas. Todos en coro fanfarroneando copa en mano, exhalando humo y voceando de batallitas pasadas, mientras los más jóvenes apartados y en grupo, riendo y gozando de la alegría de ver tantas chicas guapas y divertidas. Entre ellas, Julia y yo. No paramos en toda la santa noche de bailar. Antes de terminar una balada, ya estaba otro esperando su turno. Yo estaba encantada, por que mi madre me había llevado a la modista para que me hiciera un vestido amarillo precioso de vuelo en forma de capa, al biés, y cuando daba vueltas, parecía una bailarina. Llevaba una torerita con las mangas francesas, y esa noche le pedí a mi madre que me dejara su pulsera de oro, ¡qué contenta estaba! ¡Y qué poquito me duró esa alegría cuando volví a casa sin ella! No sabía cómo decirle que la había perdido. ¡Dios mío la que lió! Al otro día se fue corriendo al casino, preguntando al todo el mundo, casi va a la comisaría, incluso quería hacer una llamada por radio. Revolvió Roma con Santiago. A los veintitrés días, la pulsera apareció. La había encontrado la mora que limpiaba los aseos del casino y se la entregó al conserje. Este llamó enseguida al cuartel y le dijo a mi padre con mucho morro, que la pulsera de su señora esposa había aparecido. Que estaba detrás del lavabo tan bien remetida que no se veía, pero que la mora al agacharse, seguía dando explicaciones pocos convincentes, la había visto de casualidad. Mis padres acudieron enseguida. Nunca supimos si lo de la mora era verdad o que el conserje cuando la encontró se la quiso apropiar, el caso es que todos tan contentos y en paz, sobre todo mi madre, por que esa pulsera la había sacado de muchos apuros, ya que la empeñaba y desempeñaba cada dos por tres, siempre a escondidas de mi padre. La pobre, cuando estaba escasa de dinero, la llevaba a una tienda de empeño que había en el Morro, un barrio muy conocido en Ceuta. En ese barrio había muchísimos comercios, y los que se dedicaban al empeño estaban muy solicitados. Entonces era una práctica muy usada y rara era la familia que más de una vez, no tuviera que recurrir a tal artimaña para seguir adelante. Mis padres, los pobres nunca han estado muy boyantes, y menos cuando mi hermano José se fue a estudiar la carrera de medicina a Salamanca. Entre las idas y venidas, en barco y en tren, a mi padre se le iba un pico, aparte de la compra de los libros que eran muy caros para lo que se ganaba entonces, además como éramos tantos hermanos, peor aún. Lo único que no le costaba el dinero era la estancia y la comida, ya que se tiraba todo el curso en casa de un hermano de mi madre que precisamente era cirujano médico. Es por eso que desde que tengo uso de razón, ella le inculcó a José, que hiciera la carrera de medicina, carrera que nunca acabó, por que según él, se mareaba sólo con ver la sangre. Al final emigró al extranjero. Primero se fue a Alemania, siguiéndole Francia, y precisamente en la capital francesa, París, conoció a la que hoy en día es su mujer, una norteamericana guapísima, que estaba pasando unos días de vacaciones y nada más verlo se enamoró locamente de él. Luego nos contó que para que no se le escapara de las manos, se colocó en una perfumería de lujo, y cuando vino por primera vez, ya casada, me trajo un botecito de perfume pequeñísimo que tan solo con una gotita, olía todo el día. A mis dos hermanas menores les trajo otro. Así que la pobre, cuando necesitaban comprar algún libro, empeñaba la pulsera o el reloj de oro que su padre, mi abuelo materno, le había regalado cuando se casó. También le dio dinero para que se comprara una máquina de coser. El caso es que cuando vio la pulsera dio saltos de alegría. Y ese fue el debut de mi primer baile de salón.

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