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Cuando le comentaba estas cosas a Julia, me contestaba que las escenas
de los besos esos tan bonitos, solamente existían en las películas, y que tenía
muchos pajaritos en la cabeza. Tenía razón, pero así era yo. ¡Qué equivocada
estaba, madre mía! Toda mi vida buscando a mi Príncipe Azul, y todavía lo estoy
esperando, bueno ya no, porque ahora me parece que me estoy yendo hacia el otro
lado y como no sea aquella luz que hay al final, no sé, pero tengo mucho miedo,
porque recuerdo una historia que mi madre siempre me ha contado, y estaba tan
convencida de ello que no sé si sería fruto de su imaginación, o del estado de
delirio en el que se encontraba. Hace muchos, pero que muchos años, antes de
nacer yo, estando embarazada de su segundo hijo, bebió agua en mal estado y
cogió el tifus. Le dieron unas fiebres muy altas y abortó a los tres meses. Mi
padre dice que era un feto casi hecho y lo metió en una cajita de zapatos y lo
enterró en el cementerio de Algeciras. A mi madre se le cayó el pelo y se le
llenó la cabeza de pupas con pus y ensangrentadas. Mi padre la curaba todos los
días, pero a mi madre no le bajaba la fiebre, cada día se encontraba peor. A la
pobre se le iba la vida, de tal manera que hizo llamar a un cura para que la
confesara y le diera el Viático. Mi padre, con el rosario en la mano no paraba
de llorar, entonces mi madre movió un poco los labios y le dijo que se acercara
para decirle: “Me muero, me muero, por que estoy viendo una sábana blanca con
el corazón de Jesús en el centro con una luz que me ilumina.” Mi padre para no
contradecirla, le dijo que también la veía, ¡cuántas veces me han contado esa
historia! Toda la vida de mi madre la sé de memoria. Siempre estaba relatando
acontecimientos de su vida anterior, ya fueran tristes o alegres, el caso, es
que disfrutaba narrándolos, y yo al escucharla… No sé qué sería lo que vio mi
madre, el caso es que a partir de entonces empezó a encontrarse mejor. Sería
fabuloso que a mi me ocurriera lo mismo, o al menos que tuviera un buen morir,
porque lo que más temo es tener un mal morir, por eso se me ha ocurrido que
mientras tanto, entre que me voy o me quedo, he decidido contar mi historia, y
aunque estoy segura de que no tiene nada de particular, me viene de maravilla,
ya que me entretiene y me olvido de este lugar tan estrafalario… Realmente no
sé en qué lugar estoy. A veces creo que estoy en un gran salón de baile, donde
casi todo el mundo está tranquilo y como esperando que alguien los saque a
bailar o algo parecido. Yo tengo la sensación de estar pululando de flor en
flor, igual que una mariposa, medio inconsciente, pero al mismo tiempo me
encuentro muy relajada. Además, parece que estoy viendo una película. Si, la
película de mi vida, por que algunas escenas parecen como si ya las hubiera
vivido… Si, si, me son muy familiares…
En verano solíamos irnos de verbena. Los bailes al aire libre marcaron
toda una época llena de alegría y esplendor. Los jóvenes solteros acudían
entusiasmados, contagiando a las chicas, que ruborizadas no paraban de reír.
Había una muy famosa, por San Juan, donde las grandes hogueras iluminaban las noches en la orillita
del mar, acudiendo todos los ceutíes. Mi padre me dejaba por que José venía
conmigo y podía quedarme hasta las tantas de la madrugada. A Julia
también la acompañaban sus hermanos. Yo me tiraba toda la santa noche al lado
de Jaime por que estaba loquita por él, y cada vez que me rozaba me daba un
vuelco el corazón. Cuando se iba a otra parte no paraba de observarle. No podía
apartar la mirada de sus ojos, y en una de esas veces, nuestra mirada se
encontraron, y se quedó tan fijamente mirándome que me ruboricé tanto que no
sabía ni qué pensar, pero estuve el resto de la noche con un cosquilleo en
medio del pecho que ahora, su recuerdo me reaviva el corazón de tal manera que
aún sigue latiendo…
Después de San Juan, pillé a Jaime más de una vez mirándome fijamente y
no apartaba la mirada de mis ojos hasta que yo bajaba la mía. Otras veces me
sonreía con mucha ironía. Al cabo de un año empezamos a frecuentar los bailes
que todos los sábados por la noche daban en el casino militar en invierno o en
la hípica donde tan sólo los oficiales podían entrar, y como su hermano Jaime
era mayor de edad, y además su padre era un pez gordo, lo dejaban, así que le
pidió a mi padre si me podía acompañar, ¡por supuesto que sí! Allá que nos
marchamos los tres. Acababa de cumplir diecisiete años y más feliz que nunca me
fui a mi primer baile de salón.
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