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Yo nunca fui una niña de esas que la gente hubiera dicho exclamando,
¡qué cara más bonita tiene! No, yo era más bien feilla, para qué vamos a
engañarnos. Aquí en casa, el guapo era mi hermano mayor. José era guapísimo,
bueno, mi madre estaba loca con él, lo quería a rabiar, y a mí no es que no me
quisiera, no, es que simplemente no era una niña bonita, además era más blanca
que la leche, y cuando empecé a desarrollar, se me llenó la cara de unos granos
gordos y con pus que me acomplejaron una barbaridad, sin contar que tenía unos
pies grandísimos, y para colmo, a mis amigas le estaba creciendo el pecho y yo
con trece años era como una tabla, y también a los catorce. Menos mal que a los
quince me salieron dos garbanzos y me puse tan contenta. Por eso he vivido
acomplejada gran parte de mi adolescencia, y parte de la juventud. Los chicos
del barrio pasaban por mi lado como si no existiera. De lo único que estaba
contenta, era de mi pelo. Me aterraba que me lo cortaran. Cuando se me llenaba
la cabeza de piojos, venía un soldado del cuartel de mi padre, y me dejaban
horrorosa, lo mismo que a todas mis hermanas. Nos cortaban el pelo como a ellos.
A rape. No os podéis imaginar cuánto he sufrido por eso. Para mí era un
verdadero tormento, y a veces me despiojaba yo solita a escondidas para que no
se dieran cuenta de nada. Me tiraba las horas muertas rascándome la cabeza en
el cuarto de baño.
También tenía unas piernas preciosas, por no decir perfecta. Mi madre
se sentía muy orgullosa de ellas, y cuando venían sus amigas de visita a casa,
me llamaba enseguida y lo primerito que hacía era ponerme de espalda, subirme
el vestido, y exclamar: ¡Mirad que nalgas más bonitas tiene mi hija! Se va a
llevar a todos los chicos de calle. ¡Todas! ¡Todas mis hijas tienen las piernas
derechitas y preciosas! No zambas como algunas... Dejando caer esa frase con
ironía… Pobrecita mi madre, ¡cuánto me acuerdo de ella! Ahora, en este momento
tan delicado para mí, me voy dando cuenta de que tuvo que sufrir mucho en los
tiempos que le tocó vivir, y la comprendo un poquito más. Además de pasar una
guerra civil, también tuvo que soportar la posguerra, y ella que venía de una
familia acomodada, en la cual jamás había carecido de nada, contaba hasta la
saciedad, que las pasó canutas desde que se casó con mi padre, incluso hambre. ¡Cuántas
veces la oí quejarse que en Ceuta se cargó de hijos y de piojos! De todos
modos, como se había criado como una marquesa, nos ha hecho sentir como si
fuéramos niñas bien, no teniendo más que lo justo. No por que nos diera todos
los caprichos, no, si no por su forma de hablar tan fina y educada, y esos
aires de grandeza que no podía evitar. Mi madre había estudiado Solfeo en el
conservatorio de música de Salamanca sacándose el título de profesora de piano.
En Ceuta, mi padre le regaló un piano de segunda mano, y casi todas las tardes
se sentaba a tocarlo entonando lindas melodías. A veces José y yo nos uníamos
en coro. ¡Qué ratos más bonitos! Recuerdo que vinieron dos alumnas para que le
diera clase, pero más tarde tuvo que dejarlo a causa de los partos. ¡Otra niña!
Decía mi padre con retintín. En total seis hembras y tres varones como solían
decir con orgullo, y aunque mi padre ayudaba a mi madre muchísimo, sobre todo a
la hora del baño, la que le daba de mamar era ella, claro. Por eso tuvo que
dejarlo. Pero bueno, eso sería contar su historia y no viene al caso, así que
seguiré con lo mío. Entonces, o sea, cuando yo estaba a su lado vivita y
coleando de mi adolescente incomprensión, no la entendía, y a veces me enfadaba
mucho contestándole con malos modos y mal humor, incluso le echaba en cara
todos sus defectos, comparándola con las otras madres, que según mi manera
equivocada de ver, siempre eran perfectas y santas a su lado. Ya no, y espero
que si me ve, por que seguro de que me está viendo, estará tronchándose de la
risa, y casi es mejor, por que no quisiera que estuviera sufriendo por mí,
sobre todo en este laberinto transitorio del destiempo, donde cada ánima camina
por donde la lleva su último aliento tropezándose unas con otras, enredando a
todo espíritu, mientras mis suspiros van retrocediendo y reviviendo aquellos
momentos tan alocados que mi poca edad tenían, y no quisiera confundirla. ¡Qué
pena tan grande tengo, madre mía! Aún me acuerdo cuando fui a casa y tú ya no
estabas esperándome, sentadita en aquél sillón. No puedes imaginar cuánto sufrí
y lo que te lloré en aquél momento. Me entró una desolación… ¡Cuánto lo siento!
Lo lamento mucho, mamá. Te quería con toda mi alma. Perdóname. Te ruego que
perdone todas las malas contestaciones que te daba cuando era una inconsciente.
Pobrecita, ¡cuánto la he hecho sufrir! Y qué mal lo pasaste aquél día cuando se
te clavó aquella aguja de coser en la mano. Estaba lavando la ropa en la pila
del balcón, mientras de su garganta salían bellas melodías que inundaban la
casa de alegría. Mi madre siempre estaba cantando canciones de amor. También le
gustaba mucho bailar, era una experta. Fue ella la que me enseñó a bailar el
tango, el chotis y el charlestón. El caso es que de pronto empezó a llorar al
notar el pinchazo. Enseguida acudí a su lado y le dije que llamara a papá, pero
no me hizo caso. Sabía que se iba a enfadar mucho por que más de mil veces le
había advertido que cuando terminara de coser, no se dejara la aguja pinchada
en el vestido. Mi madre lo olvidaba, y mira por donde, al restregar el taco de
jabón verde con ese mismo vestido, y después frotarlo con la pila, la aguja se
rompió, clavándose la mitad en la palma de la mano. Por la noche quise ayudarla
a mondar las patatas. Yo entonces era demasiado pequeña, y nunca había
utilizado el cuchillo, así que me puse cabezona y me lié a llorar, incluso
forcejeamos, y al quitárselo yo, y ella arrebatármelo, me hice un pequeño
corte, que salía la sangre a chorros. Mi pobre madre empezó a gritar como una
loca y acudieron todos los vecinos. Total, no fue para tanto, y ahora lo
recuerdo con mucha pena, ya que durante muchísimo tiempo se sintió culpable, y
estuvo una eternidad dándome besos y abrazos. Los mismos que tengo guardados
aquí para ella. Mamá pronto estaremos juntas de nuevo en el cielo, y volveremos
a cantar aquellas canciones y a bailar aquél tango que tanto nos gustaba a las
dos. Después te sentabas a tocar el piano, tu querido piano…
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