domingo, 6 de enero de 2013

EL OTOÑO.-

En el jardín, un mar de hojas aparece ante mí. Es el Otoño que emulando viento, arrasa con un leve aire bamboleante, que sopla y resopla suavemente a la hoja esa que en un último esfuerzo se agarra a la rama, casi pendiente de un hilo... Apenas puede sostenerla de lo reseca que está, es tan ilusa, que se deja mecer por la brisa sin darse cuenta que lo que quiere el Otoño es hacerse notar, que sepan todos los árboles que ya ha llegado. Es tan presuntuoso, que al cubrir la tierra de hojarasca, demuestra su buen hacer, cumpliendo con las leyes de la naturaleza, bordando el suelo con una tupida alfombra de hojas de color marrón y amarillas... El árbol lo mira por encima y le dice: Conmigo no has podido amigo... Y las ramas casi desnudas, vergonzosas se cubren con algunas hojas que aún siguen bailando con el aire el vals de la muerte...
Los barrenderos no dan abastos, los pobres siempre empujando la carretilla, escoba en mano, que en su afán por terminar, miran lo que acaban de recoger, y unas hojas temerosas en el aire, haciendo eses lo miran con timidez, casi pidiendo disculpas se posan el el suelo, ¡son tan ignorantes! se creen que se van a salvar, ¡al saco! Algunas palmeras no paran de sonreír, palmeando alegres y contentas, dejándose mecer con el aire del vaivén, mientras una, la más alta de todas, altiva y orgullosa se balanceaba como diciendo: Conmigo no puedes señor Viento, que aunque sea finita soy fuertecita.
El jardinero llega muy temparanito con su carretilla. La escoba lo sigue a todas partes como si fuera su sombra. Las tijeras de podar no lo dejan descansar. De vez en cuando viene el rastrillo cojeando, y el recogedor, pésimo perdedor, el último llegó llenito de hojas secas, ramas tiesas y todas las cosas que la gente desecha. Al lado una gran bolsa negra casi rota de tanto como le echan, un poco más y la revientan, con la boca siempre abierta enseñando todas las cosas feas. La regadera que se las ve y se las desea para mantener a tanta planta fresca, siempre aovillada en una rosca gorda y hermosa, lo mismo que la anaconda se desenrosca sumisa y silenciosa, ocupando medio jardín entre flores y matas, rastrojo y guadaña. Y derechita hacia arriba se queda, vertiendo el agua como fina lluvia desde el cielo...

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