viernes, 11 de enero de 2013

NUEVA YORK.- NOVIEMBRE del año 1991.-

Yo no quería ir a Nueva York, y menos en avión, pero mi marido me obligó por que quería correr la Maratón, antes del año 92...
Había un poco de niebla y como un sábado cualquiera fuimos a visitar ese monumento nacional de fama universal. En el Puerto, el barco, o sea, The Staten Island Ferry nos estaba esperando, así que embarcamos hacia la Isla de Liberty, donde una estatua de bronce lleva su nombre, haciendo gala de libres a los hombres que lucharon en la guerra. Obsequio del pueblo francés que es muy cortés, que de una más pequeña hicieron esta réplica para celebrar su primer centenario en 1876 cuando la Independencia ganaron.
Nunca podría imaginar lo hermosa que era hasta que no la vi de cerca, ¡magistral! Desde lejos es preciosa. Por debajo imperiosa, tan esbelta y bella, de bronce toda entera, desde la uña del pie hasta un pico de la corona... ¡Verde! Tiene toda la cara verde, gorda, grande y verde, ¡vaya señora! ¡Qué templanza! Hasta con el color habla de esperanza. Esperanza para los de al lado, sí, enfrente, los que vinieron de países lejanos y por la Isla de Ellis pasaron... ¡Yo, yo lo he visto con estos ojos que Dios me ha dado!
Según se iba acercando, toda la Isla de Manhattan parecía una ciudad flotante. De vez en cuando pasábamos bajo grandes pilares de cemento. Los edificios que estaban en el mismo puerto parecían superpuestos, unos tras otros, en una superficie plana, grises y negros. Enormes moles de cemento como gigantes retando al viento, ancha la base y apuntando hacia el cielo. Y esas Dos Torres que dicen por ahí que son Gemelas, se alzaban sobre los demás bloques, ofreciendo una panorámica de altivez y arrogancia como si fueran las reinas del Universo. Los tejados verdes, muchos plúmbeos y oscuros. Algunos parecían como deteriorados, algo claro, contrastando con el agua tibia del río donde navegábamos cruzando mil puentes de hierro. Cuando pasaba por debajo, las tintadas adornaban los pilares que se ahogaban en el fondo. Todas las columnas llenas de graffiti abogando por un mundo mejor. No había ni una sola pared sin un dibujo o un cartel, ¿cómo la pintaría el muchacho aquél? ¿dónde se sujetaría mientras escribía? Tan sólo una piedra vacía, desnuda, toda lisa, sin tener donde apoyar un pie. Quizás en un barco con otro sujetando, ¡yo qué sé! ¡Anda, la estatua otra vez! De lejos, ¡qué bonita es! Pero... ¿esto qué es? No se ve el Puerto, ni siquiera la raya que une la tierra con el cielo... Es casi un mar. A lo mejor es que hemos llegado al centro del río, toda rodeada de agua, más negra que el tizón, con las crestas de las olas corriendo, corriendo...
De prisa, unas tras otras se las lleva el viento... Parece que el río tiene frío. Se le ha puesto el cuerpo de gallina, y las nubes allá arriba se pelean por un pedazo de agua para reflejar su belleza, ¡son tan coquetas...! Y aquella tan pequeña se ha puesto a llorar llenando el Hudson de gotas de azahar...
Yo miraba a los turistas que ni siquiera eran como los que hay en España. Esto es demasiado grande para mí, pero no grande de espacioso, no, si no de, sólo, triste, apático... Sentía una cosa muy rara, no sé si por la distancia o por que me encontraba en tierras lejanas. Tenía la sensación como si yo no fuera yo, no sé explicarme mejor, ¡qué pena por Dios! No encuentro las palabras adecuadas para que me podáis entender, ¿es posible que dentro de mí se haya colocado otra mujer? Como si mi corazón no sintiera la naturaleza de mi ser, ¿es que alguien me puede entender?
El aire no era como el de mi querida Ceuta, ¡mi tierra! ni el viento siquiera, como si la sangre de mi cuerpo se saliera... Ni de mi amada Córdoba, donde vivo ahora, ¡cuántas ganas tengo de volver a verla!
El sol es muy frío y este río tan grande que parece un Océano me mira. Lo miro y veo soledad. No hay alegría en los rayos de éste sol que de vez en cuando se refleja en el agua con una pena... igual que una limosna. No sé lo que siento, ni sé si expreso bien mis sentimientos... ¿será la distancia que todo lo cambia? ¡Qué desdicha la mía! Mis pensamientos se van a la deriva... Apenas puedo conocerme y si este barco zozobra... ¿quién vendrá a recogerme? Siento pánico tan sólo al pensar que pueda morir tan lejos de allí... En un sitio extraño, sin mis hijos, sin mis padres, sin mis hermanos... Cuando llegue a mi casa me ataré a la pata de mi cama, besaré mi almohada y jamás pasearé por las calles de Manhattan, que es muy bonita, muy moderna y muy cosmopolita, pero que a mí sólo me gustan las cosas pequeñas y muy sencillas, con poca gente y mucha leña. Leña para calentar mi cuerpo, leña para compartirla contigo... Leña para el fuego, leña para mis cuentos... Leña, mucha leña...
Ahora me iré con la mujer de la antorcha que de cerca es portentosa, enorme y majestuosa.
- ¡Hola señora! ¿No está usted cansada de llevar todo el tiempo el brazo enarbolando al viento como si fuera una bandera?
- No, no extranjera, que todos tenemos una misión y el mensaje que llevo al mundo es libre como el viento, pues me llamo Libertad.
-  Entonces jamás podré agradecer a quien tuvo la bondad de llamarme Felicidad.

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