sábado, 12 de enero de 2013

LAS ADOLESCENTE Y EL CAN.-



Era una adolescente muy recatada, seria y muy decente, y no es que las demás fueran lo contrario, no señor, es que ella era demasiado, y nunca, nunca salía con chicos, ¡era la mar de tímida! Tenía tres amigas, más una prima muy allegada a la familia, que siempre estaban juntitas. Parecían unas monjas por la manera de cómo vestían, normales y corrientes, sin pintura en la cara, muy repeinadas, en una palabra, unas simplonas que alardeaban de muy inteligentes. Todas las tardes salen juntitas, a veces se le une una tal Encarnita, pasando por una casona muy destartalada, con un perro guardián, de pelaje negro y marrón, atado a su valla. Cada día, cuando lo ven, se burlan del pobre animal, retándole a que no les pueden hacer nada, enfureciéndolo de tal manera, que el can se gira hacia ellas ladrando con todas sus fuerzas, enfurecido perdido, pues la cuerda que lo sujeta no da más de sí. Ellas les hacen mohines grotescos como si fueran unos verdaderos perros, airando más al pastor alemán, y él ladra y re ladra, empeñado en arrancarse de allí, embravecido e iracundo, con la lengua fuera y los ojos desorbitados. Ladra y re ladra, pareciendo que de un momento a otro pueda arrancarse de cuajo, y comérselas vivas a bocado limpio, teniéndose que conformar con volver hacia atrás con el rabo entre las piernas y la cabeza gacha de impotencia… Pero una tarde que estaba desatado, y ellas no lo sabían volvieron a la carga de cada día, y el perro que ya las conocía de tanto ridículo que había hecho hasta aquél momento, saltó la valla de un salto, y las cinco salieron corriendo gritando, agarradas una a la otra. Apenas podían avanzar del miedo, una con las faldas quitadas mostrando las enaguas, rota la manga de la camisa, no pudiendo andar la de delante, cayéndose unas encima de otras hasta que consiguieron entrar en un portal medio a rastras, subiendo la primera hasta la segunda planta, con las bragas entre las piernas, enseñando medio culo, pues la que le seguía le había desgarrado el viso, y la de más atrás le había roto la tirilla del pantalón vaquero a la siguiente, mientras la última gritaba y gritaba socorro desde abajo, medio tirada entre los escalones, seguida de la prima que chillando como una loca empezó a azuzar al perro con una cuartilla en forma de canuto: ¡Vete chucho! ¡Vete chucho! – Y el perro con la boca abierta enseñando todos los dientes, la lengua exageradamente larga y babosa, echando espuma por las comisuras, con unos colmillos horrorosos, ladrando como un condenado. Y la pobre prima allí arrinconada seguía: ¡Chucho fuera! ¡Chucho fuera! – Instándole continuamente que se marchara de una vez, con la voz temblorosa, asustada perdida, mostrando una escena estrambótica y ridícula a la vez, de tal manera, que las que consiguieron llegar hasta arriba empezaron a reírse de la situación de ver a una casi descolgada de la baranda, y la otra con las manos en la cara, suplicando al perro que se fuera al calle, hasta que un par de vecinas alertadas por los gritos salieron y entre todas echaron al perro.

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