En aquél instituto hice el bachillerato y era el
único que había entonces, y no tengo más remedio que hablar un poco de aquella
época porque fue muy importante para mí, ¡cuántas veces planchaba los pliegues
de la falda! Menos mal que luego llegó el Tergal.
Era un edificio muy grande de color gris, y estaba
en La Puerta
del Campo, en medio de una especie de rotonda. La puerta principal miraba a la
señora Martina la del puesto de pipas. La puerta trasera miraba a la playa del
Chorrillo. Un costado hacia arriba, camino de Jadú, y el otro me miraba a mí, a
los pabellones militares.Tenía una escalinata, un rellano y más escaleras,
donde los pasamanos parecían toboganes, por los cuales resbalábamos unos
sentados y otros, boca bajo, y cuando sonaba la campana, salíamos zumbando.
Después de las escaleras está un gran patio
adoquinado, donde esperábamos que el portero, el señor Moreno, que era el
hombre más cariñoso que había, nos colocaba en filas y haciendo amago de
azotar con una vara larga de bambú en la mano, azuzaba a los chicos y riéndonos
corríamos para adentro. Había tres plantas, la baja era para los más pequeños y
subiendo las escaleras llegaba hasta un ancho pasillo, y al final en el centro,
una estatua en lo alto de un pedestal separando las escaleras en dos, donde las
aulas nos esperaban. Representaba a un Dios mitológico que no recuerdo bien su
nombre, por que lo que más me impresionó fue su desnudez, y aquello me cautivó,
pensando que jamás había visto una belleza más grande en toda mi vida. Con el
torso perfecto, y la cara más bella del mundo. Era la perfección en persona, y
un halo de grandeza lo envolvía, de tal manera, que yo pensaba que era una
Estrella Inalcanzable.
A lo largo de los corredores, entre aula y aula,
unas vitrinas mostraban todo lo relacionado a la naturaleza, mineralogía, etc.
para que el alumnado se habituara a verlas. Hasta un esqueleto humano que
crujía cuando lo traía a la clase para estudiar su osamenta. Al lado una figura
de plástico de tamaño natural, de color rojo con todos los músculos, venas, y
arterias pintados, me enseñaron lo que significaba la palabra Anatomía. Pero lo
que más me asustó fue el corazón.
¡Qué poco me gustaba ir al instituto! ¡Lo odiaba!
Estaba deseando que llegara el viernes, porque ese día no había clase por la tarde,
y me regodeaba al pensar que tenía dos días por delante para no madrugar, ni ir
a ninguna parte, ¡solo tele!
El lunes, todos firmes antes de entrar en clase: “
Viva España, alzad los brazos al cielo del pueblo español.” Otras veces
cantábamos: “ Gaudeamus, sigitu, yu vene, dulzuuru.”
Había un director, hermano de un ministro de Franco,
creo yo y que duró el tiempo que hice la preparatoria pasando al primer curso
de bachiller. Después nombraron a otro que era profesor de matemáticas. Éste
señor era un hombre coloradote y muy serio, casi un tirano que nos tenía a la
mayoría de los niñas atemorizadas. Cuando sonaba el timbre para que formáramos,
los chicos a un lado y las chicas al otro, se alzaba en medio del recreo,
rodeado de los demás profesores, dando voces a diestra y siniestra, escupiendo
sin ningún pudor en el suelo, haciendo un ruido con la garganta de lo más
asqueroso y repugnante, tanto es así que los muchachos mayores lo llamaban el
señor Gargajo. A veces nos daba clase y antes de llegar, las alumnas estábamos
temblando como si fuera un diablo. Allí había un silencio descomunal y cuando
llamaba a alguna a la pizarra, no la nombraba por su nombre o apellido, sino
por un apodo casi siempre descalificándola. Si era gorda, gorda, y a una que tenía
el flequillo blanco, le puso el mote de pelusa. Era un hombre soez y grosero,
con mala educación, un sátiro que disfrutaba insultando a los alumnos, y casi
siempre ridiculizaba al más débil.
Nunca me gustó ir al instituto, para mí fueron los
peores años de mi vida, lo pasé fatal, y la mayoría de los profesores eran
maquiavélicos, y hasta un sacerdote que sustituyó a don M… era el cura más
antipático e intolerante que tuve jamás. Era duro y cruel, y lo único que hacía
era mirar las piernas de las que estaban sentadas delante. Nunca tuve una
sonrisa amigable, la única que se salvaba era la señorita de lengua y labores,
lo mismo que la de geografía, que por cierto estaba embarazada, y cuando dejó
de venir, llegó un profesor en su lugar que era un tirano, un dictador y un
malvado, que llevaba la ferocidad pintada en el rostro. Menos mal que la
señorita de gimnasia era de lo mejor, joven y simpática, alegre y muy
divertida, que nos trataba como auténticas señoritas.
Para esa clase tenía que llevar unos puchos anchísimos
y muy largos, con gomas en el dobladillo de la pernera, azul marino, parecían
unos pololos, y un polo blanco como la nieve, las zapatillas de tenis y los
calcetines. El pelo recogido o con una felpa blanca.
Una vez, en el recreo del instituto, hicimos una
coreografía con nuestro cuerpo, representando una paloma. Hacía veinticinco
años de paz, ¡que perfecto! Todo el mundo aplaudiendo, y ahora que lo pienso,
¡qué lejanos me parecen esos años!