Yo estaba muy desesperada ese día, así que de un portazo cerré
la puerta y salí corriendo calle abajo. Apenas veía a las personas que se
cruzaban conmigo. La gente me dejaba pasar mirándome. Muchos volvían la cabeza,
con la curiosidad y el morbo que despierta el ver correr a una mujer con el
rostro inundado en lágrimas. Llegué a casa de mis padres llorando
desconsoladamente. Ya no podía aguantar más. Estaba harta de sus manías, de su
machismo y de su tiranía. Era imposible seguir ese ritmo de vida tan lleno de
crueldad. Me sentía la más inútil de todas las mujeres. No servía para nada. Mi
marido llevaba tantos años repitiéndomelo que al final me lo creí.
Continuamente me estaba comparando a las que tenían una buena carrera, y que si
no fuera por él me moriría de hambre. Más tarde empezó a insultar a los demás
miembros de mi familia. No soportaba ni a mis padres y ni a mis hermanos,
descalificándolos cada dos por tres. Ponía tanto empeño en demostrar el odio
que les tenía que hasta me prohibió que fuera a visitarlos. Tan sólo iba cuando
él estaba de viaje, a escondidas y con prisas. Apenas me sentaba a charlar
tranquila, siempre temerosa de que me llamara por teléfono, incluso cuando no
estaba en casa, me vigilaba desde lejos a través del móvil, poniendo el mal
tiempo de excusa para los chiquillos, que apenas les tenía cariño a mis
hermanas y hermanos ¡ya se había encargado, desde que nacieron que no visitaran
mucho a mis padres! Sólo a los suyos, como si ellos fueran los únicos abuelos.
Si no me encontraba en casa antes de que él entrara, me llamaba gritando o me
echaba a patadas… No sabría precisar cuándo y cómo cambió, realmente no era el
mismo hombre al que una vez conocí. Tan lindo y tan bello, educado y moderno,
¿dónde estaba aquél chico tan majo? El caso es que después de siete años de
noviazgo, decidimos casarnos. Nos conocimos en una fiesta de cumpleaños, y
desde el primer momento nos gustamos. Él era un estudiante de medicina con
grandes pretensiones, pensando que cuando acabara la carrera iba a poner
rápidamente una clínica privada, ganar mucho dinero y viajar por países
extranjeros, y después de divertirse de lo lindo, casarse. Yo me saqué el
graduado escolar en un colegio de niños, que por las noches daba clases
nocturnas, para personas rezagadas y mayores. Después me dediqué a ayudar en
casa en las faenas típicas del hogar, charlar con mis amigas y fumar, hasta que
venía mi novio un rato y dar una vuelta por la calle si era verano, porque en
invierno no salíamos de casa de mis padres. Era el dueño del sofá. Estábamos
deseando que llegara el sábado para salir con sus amigos, ir al cine o a alguna
discoteca. Mis padres me daban una pequeña cantidad de dinero para los gastos.
Entonces era la época de que cada uno paga lo suyo, sin contar el tabaco, que
tenía que durarme por lo menos hasta el próximo fin de semana. Cuando terminó
la carrera no encontró trabajo tan pronto como se había imaginado, y pasó una
buena temporada hasta que se colocó en un pueblo de otra ciudad que no era de
su agrado. Al cabo del año se le acabó el contrato y regresó a casa con la
mirada cambiada y una manera diferente de ser. Al final tuvo que reconocer que
para casarnos tenía que coger cualquier trabajo, fijo o trotando, y sin
pensarlo aceptó uno de comercial de farmacia, que tampoco era la ilusión de su
vida, pero accedió porque los años se le estaban echando encima, además algo me
querría, cosa que actualmente lo pongo en duda. A los seis meses iba enganchada
al brazo de mi padre, que orgulloso, me condujo hacia el altar con paso firme y
seguro. Todas las miradas clavada en mi, de lo guapa y bella que me había
puesto ese día, con la sonrisa linda y serena, satisfecha de haber conseguido
lo que más anhelaba en este mundo, casarme antes de los treinta. Alquilamos un
piso, y compramos la mitad de los muebles, dejando el viaje de novios para más
adelante. Al año y medio nació mi primer hijo, y poco después llegaron los
mellizos, y como decía mi madre, uno no es ninguno, dos es uno, y tres carga
es. Carga para mí, tan sólo para mí, ya que mi marido estaba todo el día fuera
trabajando y no llegaba hasta la noche, y si tenía un par de días libre, no
podía estar en casa porque se agobiaba con los niños tan pequeños y se iba al
bar y no volvía hasta que estaban completamente dormidos. Jamás tuvo tiempo
para jugar con los chicos, ni siquiera me pudo ayudar a bañarlos, que era una
proeza el sacarlos del agua. Se tiraban por lo menos una hora larga pasándose
de unos a otros la esponja, los churretes y el jabón. Finalmente me liaba a dar
manotazos a diestra y siniestra, resbalándose uno y llorando el otro. Después
de los gritos y llantos, les hacía la cena. No había quién los hartara, para
más tarde acostarlos y entre unos y otros me llamaban para que les contara ese
cuento que tanto les gustaba, dándome todas las noches las tantas y cansada, me
ponía a prepararle a mi marido su buena cena, no se conformaba con cualquier
cosilla, según él, no se podía dormir…Y así llevo ya más de quince años hecha
una esclava. La situación no ha cambiado, llegando a ser tan insoportable, que
he decidido ponerle fin e irme a vivir a casa de mis padres, pero es tan grande
la maldad de mi marido, que me ha amenazado con quitarme a los niños y si me
atreviera a denunciarle, le pega fuego a la casa con mis padres dentro y a mí
me machaca a golpes… ¡Estás avisada! Me ha gritado con todas sus fuerzas las
palabras más feas de esta tierra, y por eso de un portazo cerré la puerta y salí
corriendo calle abajo con la agonía del llanto…
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