Estaba loquita por ir a Galicia, aunque lo que más me atraía
era ver la Catedral de Santiago de Compostela, así que sin más preámbulos monté
en autocar y me senté al lado de la ventana, que por cierto llovía a
cántaros…Apenas se divisaba el paisaje cuando por mi derecha pude vislumbrar
una anciana vestida de negro, ¡más seca que un fideo! Con una guadaña apoyada
en el hombro izquierdo, ¡qué miedo! Más tiesa que una vela, ¡parecía la muerte
en persona! ¡Jolines que mal presagio me dio a mí aquello…! Menos mal que
pronto llegué a la estación de autobuses y me dirigí a la primera pensión que
había cerca… Era un edificio humilde y frío con escaleras de caracol. Una
señora salió a mi encuentro con un aspecto que dejaba mucho que desear. Llevaba
un delantal puesto llenito de lamparones que se destacaban descaradamente sobre
el color original, delatando a su propietaria de mujer desaseada. Tenía el pelo
teñido de rojo y enmarañado perdido con los ojos pintarrajeados de azul y los
labios colorados como tomates, tan mal perfilados, que el carmín sobresalía de
la boca dándole una apariencia de payaso diabólico, y unos rosetones en cada
pómulo, que en vez de la polvera, parecía que se había dado dos tortazos en la
cara, y la nariz larga, larga, que no paraba de moquear, ¡me estaba poniendo
nerviosa! Con un pañuelo se la retorcía de tal manera, que parecía de goma de
lo bien que se le ladeaba para un lado y otro, incluso hacia arriba mostrando
dos agujeros llenitos de pelos tiesos, tiesos, que si me esfuerzo le veo hasta
los sesos. Me guió a lo largo de un pasillo oscuro, oscuro, y un olor fuerte a
coles o qué sé yo, penetró por todos los orificios de mi cuerpo. Una sensación
de salir corriendo invadió mi pecho. Mi anfitriona se paró ante una puerta
vieja de color marrón que al abrirla hasta crujió, ¡Dios mío! ¡Lo que apareció!
Una cama pequeña de hierro oxidado y pegada a un lado de la habitación, con el colchón hundido y la colcha de color
amarillento pajizo, más bien descolorida, con los flecos arrastrando. La
ventana que iluminaba este cuartucho tenía los cristales borrosos, atravesados
por tiras de maderas, que se cerraban con unas puertecillas enganchadas a un
pasador. Cuando me asomé vi la fachada negra de otro edificio justo, justo
delante de mí, que si me estiro hasta lo toco con las puntas de los dedos,
pudiendo observar el rostro desencajado de la misma silueta de la carretera. Las
paredes descarnadas mostraban orgullosas un mapa imaginario que había dibujado
un desconchón, donde caras retorcidas y bocas abiertas parecían chillar de
terror. En un rincón y en lo alto asomaba la cabecita una tímida arañita que
tejía y tejía un trozo de tela, suave como la pelusa, parecía un pañuelito de
tul. Un redondel húmedo y fresco goteando desde el techo había dejado un charco
rojo, como si en vez de agua fuera sangre. Salí de allí pitando a otro barrio,
mientras unas voces lejanas me gritaban, y al volver la cabeza, sentí unas
manos esqueléticas que me tiraban de los cabellos…Me dirigí rápidamente a la
Catedral toda llenita de gente joven sentadas en la misma escalinata…al momento
ya estaba dentro… Cuando llegué ante la puerta, un frío terrorífico me recorrió
por todo el cuerpo, con un temblor que hasta me rechinaron los dientes. Parecía
que venía del más allá, ¡de ultratumba! Sentí como si mis extremidades se
helaran, y los carámbanos que eran mis dedos se me clavaron en el pecho,
igualito que un puñal afilado, afilado... Era tal la frialdad que de allí
emanaba, que se me erizaron las venas, dejándome la sangre completamente
congelada. Me dieron ganas de gritar y gritar del miedo que tenía y mirara
donde mirara, solamente se oía un siseo susurrando... ¡Que te veo... que te
veo...! El roce de los zapatos de algunos que andaban por allí, se perdían en
este templo laberíntico de capillas y columnas. Algunas eran tan esbeltas que
hasta vida se me antojaban que tenían, ¡ni que fueran fantasmas! No parecía
terrestre esta sensación tan extraña, que hasta me traspasaba el alma con una
fuerza que me transportaba a épocas lejanas... Y mirando hacia arriba crucé los
muros del techo, ¡igualito que el cielo negro! Sin estrellas ni lucero, de tan
alto y oscuro...El suelo estaba desgastado y brillante, brillante, que si te
descuidas te perdías entre resbalones y batacazos. Tan amplio y basto, con unas
similitudes que allá donde la vista alcanzaba con retablos e imágenes te
tropezabas. De repente me topé con aquella cara que me miraba, me quedé
atónita, igual que una humilde sierva del Señor, que casi me caigo de rodillas
y me pego en la frente, golpeándomela, fuerte, muy fuerte. Me arrastre por todo
el suelo y sentí unos latigazos que me dejaron unas señales de tiras rojas y
descarnadas. Toda yo era un gusano que no valía nada, incluso el ala de una
mosca o peor aún, un pedacito de pata allí tirada y olvidada ante la grandeza
que me rodeaba. Las paredes del templo estaban lejos, muy lejos, como si fueran
infinitas. De repente apareció un peregrino con una capa por lo alto y la
capucha colgando, el bastón en una mano, y un mendrugo de pan en la bolsa atada
a la cintura, haciéndome señas de que lo siguiera por unos pasadizos oscuros,
oscuros, como boca de lobo. Me levanté precipitadamente y sin darme cuenta
tropecé con una columna gigantesca, grande, grande, ¡enorme! con todas las
manos del mundo plasmadas alrededor de ella y al apoyar la mía tuve miedo,
mucho miedo, como si alguien quisiera llevarme hacia dentro, muy adentro…Al
momento me encuentro rodeada de capillas por todas partes, y en la mayor estaba
el sepulcro del apóstol y en un gran retablo barroco estaba Santiago a caballo,
no lo dudé ni un momento, y montándome en lo alto salí trotando sin mirar hacia
atrás, y mientras me alejaba, sentí más de mil ojuelos observándome a través de
un gigantesco incensario, ese que está colgado del techo, al que todos llaman el
botafumeiro, dejándome completamente hechizada, cuando muy enfadado se lía a
pendular de un lado a otro, ahumándome la cara y los ojos. Me abracé al cuello
del caballo, que encabritado, alzó las patas delanteras y de un brinco salimos
a galope tendido tras las cruces de piedra que indicaban el camino de los
peregrinos…
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