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Jaime tenía veintiuno años y estaba estudiando para arquitecto. Luis diecinueve
y quería ser militar como su padre. La primera vez que vi a Jaime, me enamoré locamente de él, y estaba
deseando que viniera por vacaciones para verlo. Cuando llegaba, no paraba de
pasar por su lado, haciéndome la interesada para atraer su atención. Julia me
decía que no me hiciera ilusiones, porque tenía una novia llamada Monserrat, a
la que conocía desde que eran niños y los dos estaban muy enamorados, y que
cuando terminara la carrera volvería para casarse con ella. Que se escribían largas cartas de amor,
y las que él recibía de su novia, casi todas las había leído a escondidas de
él, pero que por favor no le dijera nada, por que entonces se iba a enterar.
Además, yo era muy joven para su hermano, ya que me llevaba seis años, y él
nunca se fijaría en mí. Estas cosas me dolían mucho, pero cuando volvía a
verlo, se me olvidaba por completo, haciéndome mil ilusiones. ¡Era tan guapo!
A mi no me dejaban teñirme el pelo, ni pintarme los labios ni los ojos.
Ni que vistiera llamando la atención, ni tirantes ni escotada, y menos que
enseñara las rodillas, aunque en aquella época, las faldas cada vez eran más
cortas, no tanto como cuando llegó la minifalda. Mi padre decía que una chica
no sólo tenía que ser decente, si no parecerlo también. Me prohibía salir con
chicos que no tuviera una buena carrera, o de familia acomodada. Menos mal que
mi madre era mucho más abierta en todos los aspectos, y la pobre, siempre a
escondidas de él, me compraba carmín para los labios, un lápiz negro para la
raya de los ojos, ¡me pintaba unos rabos larguísimos! Una cajita de colorete,
un bote de colonia Joya, ¡cómo me gustaba ese olor! Me echaba muy poquita para
que me durara más tiempo, después la guardaba para que mis hermanas no la
cogieran.
Si no hubiera conocido a Julia, mi adolescencia habría sido de lo más
aburrida, y se me hubiera escapado de las manos sin darme cuenta. A partir de
entonces todo cambió para mí. Empecé a mentir cada día un poco más. Salía de
casa arreglada de una manera, y cuando llegaba a la suya, me transformaba en
una mujercita. Allá que íbamos las dos maquilladas y cardadas, armando tal
revuelo entre los chicos, que los traíamos por el valle de la amargura, ¡lo
pasábamos bomba coqueteando con ellos! A Julia le gustaban todos. Los altos,
los rubios, los morenos. A mí solamente los muy, pero que muy guapos, más o
menos como su hermano Jaime, ¡ése era mi tipo!
Los domingos por la tarde, cuando sus padres se iban de visita, le
pedía permiso para dar una pequeña fiesta. Casi siempre iban a casa de un
compañero militar. Nada más cerrar la puerta, se liaba a llamar por teléfono a
las chicas del corte advirtiéndolas que se trajeran los últimos discos del
momento, pero sobre todo, que avisaran a algunos chicos. Bailando y cantando
pasaban las horas, y cuando mejor lo estábamos pasando, a las ocho y media,
teníamos que recogerlo todo, para que sus padres no la riñeran y así dejarnos
el próximo domingo. Lo mismo que abrir bien las ventanas para que no oliera a
humo, que seguramente lo notarían, por que Julia me contaba que sus padres
entraban haciendo unos gestos con la nariz muy delatores, y que al otro día, su
madre le decía que aquello apestaba a tabaco. Julia se hacía la tonta
diciéndole que solamente había fumado un chico y que se había ido al balcón, y
que lo más seguro es que el aire echaba el humo hacia dentro. De ahí no pasaba
la cosa.
La diferencia que había entre Julia y yo, es que sus padres sabían lo
del baile y no se lo prohibían, y yo no me atrevía a decirle nada a los míos,
por que decían que los chicos cuando bailaban pegados, sólo pensaban en meterte
mano. Cuando yo le contaba todas estas cosas a Julia, ella me respondía que sus
padres no le decían esas cosas, pero que su madre, cuando ella desarrolló, le
comentó que a partir de entonces podría tener un hijo, así que tuviera
cuidadito con lo que hacía. En cambio, la mía, que yo recuerde, cuando todas
éramos ya mujeres, lo único que repetía bien fuerte, que la primera que viniera
con una barriga, la ponía de patitas en la calle. Creo que lo decía para
asustarnos. La verdad es que en casa jamás se habló de sexo, ni con ellos ni
con ninguna de mis hermanas, ¡jamás!
A veces me sentía mal por tener que mentir a mis padres, bueno,
realmente mi madre era un poco cómplice de mis cosas y casi estaba de acuerdo,
pero me daba mucha rabia que mi padre fuera tan estricto conmigo. No es que
fuera un hombre malo, no, pero era muy antiguo. Ahora que estoy en el limbo, o
qué sé yo dónde estoy, lo veo de otra manera. Me doy cuenta de que le tocó
vivir una época en la que la mujer dependía de qué dirán, de las habladurías. Creo
que en el fondo, él también fue víctima de su tiempo. Poco después cambió, y
mucho, pero yo ya no estaba allí, ni con esa edad, ni con aquellos sentimientos,
aunque reconozco que hubo una época que no me porté muy bien con él, ¡qué
lástima de padre mío! Más tarde, cuando lo volví a ver encorvado y con el pelo
casi blanco, sentí mucha penita y me inspiró una gran ternura, ¡qué lejos
estaba de aquél padre tan autoritario y dictador que yo conocí! ¡Un hueso! Repetía
mamá constantemente. En aquellos momentos ya no era así, y ahora, en éste vagar
por el limbo, siento mucho haberme portado tan mal aquél día que le hablé
duramente. Aquél día que le grité. Aquél día que dí un portazo en la puerta.
Dile que lo siento de corazón, y lo espero con los brazos abiertos para darle
todos esos besos que entonces le negué. Claro, que ahora que lo pienso, ya no
necesito que tú le digas nada, pues sé que ya ha llegado, lo que ocurre es que
aún no lo he encontrado, y no sé por qué. Debe ser que aún me queda aliento…
Esa rebeldía que yo sentía en aquellos años de loca juventud, ahora, en
éste plácido sueño de dulce armonía, llega a mi mente las veces que me sonaba
los mocos con sumo cuidado. Cuando me ataba los cordones de los zapatos y
cuando me llevaba de la mano para oír misa. Cuando me daba dinero para ir al
cine todos los domingos. Cuando me compró mis primeros patines, y lo más
importante es que a los diez años, me regaló un reloj de pulsera, que lo mismo
que entonces, ha llenado éste momento de alegría y de paz...
También ayudaba mucho a mi madre en hacer la cena, en bañar a los
pequeños, y todos los domingos, después de misa, traía una enorme rueda de
churros que migaba con café.
Más tarde, me dio permiso para ir todos los domingos con mi amiga Julia
a bailar a casa de la primera que compró un toca disco, ¡que nos vamos de
guateque!
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