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En la hípica se bailaba, sobre todo en verano, ya que era al aire
libre, y con orquesta. Casi siempre cantaba una mujer guapísima y rubia platino,
acompañada de dos chicos, y cuando aparecía, todos los hombres suspiraban al
verla. Nosotras no parábamos de hablar de su pelo, de sus tacones, y del
escotazo en forma de uve de su vestido. Cantaba las canciones de Los Cinco
Latinos y de Los Tres Sudamericanos que estaban muy de moda.
El casino militar estaba en el mismo centro de la ciudad y se daba cita
la flor y nata de la gente de alto copete, como solía decir mi madre. Las
señoras de los oficiales iban vestidas de largo y con todo lujo de detalles,
mirándose entre sí, a ver quién iba la mejor arreglada, con más joyas y más
guapa. Los maridos, como siempre, de gala, luciendo galones y estrellitas.
Todos en coro fanfarroneando copa en mano, exhalando humo y voceando de
batallitas pasadas, mientras los más jóvenes apartados y en grupo, riendo y
gozando de la alegría de ver tantas chicas guapas y divertidas. Entre ellas,
Julia y yo. No paramos en toda la santa noche de bailar. Antes de terminar una
balada, ya estaba otro esperando su turno. Yo estaba encantada, por que mi
madre me había llevado a la modista para que me hiciera un vestido amarillo
precioso de vuelo en forma de capa, al biés, y cuando daba vueltas, parecía una
bailarina. Llevaba una torerita con las mangas francesas, y esa noche le pedí a
mi madre que me dejara su pulsera de oro, ¡qué contenta estaba! ¡Y qué poquito
me duró esa alegría cuando volví a casa sin ella! No sabía cómo decirle que la
había perdido. ¡Dios mío la que lió! Al otro día se fue corriendo al casino,
preguntando al todo el mundo, casi va a la comisaría, incluso quería hacer una
llamada por radio. Revolvió Roma con Santiago. A los veintitrés días, la
pulsera apareció. La había encontrado la mora que limpiaba los aseos del casino
y se la entregó al conserje. Este llamó enseguida al cuartel y le dijo a mi
padre con mucho morro, que la pulsera de su señora esposa había aparecido. Que
estaba detrás del lavabo tan bien remetida que no se veía, pero que la mora al
agacharse, seguía dando explicaciones pocos convincentes, la había visto de
casualidad. Mis padres acudieron enseguida. Nunca supimos si lo de la mora era
verdad o que el conserje cuando la encontró se la quiso apropiar, el caso es
que todos tan contentos y en paz, sobre todo mi madre, por que esa pulsera la
había sacado de muchos apuros, ya que la empeñaba y desempeñaba cada dos por
tres, siempre a escondidas de mi padre. La pobre, cuando estaba escasa de dinero, la
llevaba a una tienda de empeño que había en el Morro, un barrio muy conocido en
Ceuta. En ese barrio había muchísimos comercios, y los que se dedicaban al
empeño estaban muy solicitados. Entonces era una práctica muy usada y rara era
la familia que más de una vez, no tuviera que recurrir a tal artimaña para
seguir adelante. Mis padres, los pobres nunca han estado muy boyantes, y menos
cuando mi hermano José se fue a estudiar la carrera de medicina a Salamanca.
Entre las idas y venidas, en barco y en tren, a mi padre se le iba un pico,
aparte de la compra de los libros que eran muy caros para lo que se ganaba
entonces, además como éramos tantos hermanos, peor aún. Lo único que no le
costaba el dinero era la estancia y la comida, ya que se tiraba todo el curso
en casa de un hermano de mi madre que precisamente era cirujano médico. Es por
eso que desde que tengo uso de razón, ella le inculcó a José, que hiciera la
carrera de medicina, carrera que nunca acabó, por que según él, se mareaba sólo
con ver la sangre. Al final emigró al extranjero. Primero se fue a Alemania,
siguiéndole Francia, y precisamente en la capital francesa, París, conoció a la
que hoy en día es su mujer, una norteamericana guapísima, que estaba pasando
unos días de vacaciones y nada más verlo se enamoró locamente de él. Luego nos
contó que para que no se le escapara de las manos, se colocó en una perfumería
de lujo, y cuando vino por primera vez, ya casada, me trajo un botecito de
perfume pequeñísimo que tan solo con una gotita, olía todo el día. A mis dos
hermanas menores les trajo otro. Así que la pobre, cuando necesitaban comprar
algún libro, empeñaba la pulsera o el reloj de oro que su padre, mi abuelo
materno, le había regalado cuando se casó. También le dio dinero para que se
comprara una máquina de coser. El caso es que cuando vio la pulsera dio saltos
de alegría. Y ese fue el debut de mi primer baile de salón.
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