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Cuando llegué a casa, me acosté rápidamente y estuve toda la santa
noche repasando cada momento vivido junto a él. Mi corazón no paraba de latir,
y con cada latido volvía a revivir segundo por segundo. Sus manos en mi
cintura. Su mirada. Sus labios junto a mi oreja y sus palabras susurrante, pero
sobre todo, de cómo se pegaba su cuerpo al mío. Luego me vino a la mente la
conversación que mantuvimos, y ni siquiera me acordaba de lo que yo le había
contestado, así que tuve que empezar de nuevo, de tal manera, que empezó a
dolerme la cabeza de tanto pensar. Cuando se me cerraron los ojos de
agotamiento, de repente me acordé de mis palabras, y empecé a recriminarme de
lo tonta que me había puesto flirteando con él, y al final me sentí hasta
ridícula. Menos mal que antes de amanecer me quedé completamente dormida, y
cuando desperté, Jaime, Jaime, fue lo primerito que recordé.
Me levanté nerviosa. Me lavé la cara y me miré en el espejo. Estaba muy
fea. Tenía ojeras, la nariz hinchada y el pelo llenito de grasa. Me vino el
periodo, y me aseé como las gatas, ya que, según mi madre y todas las madres de
aquella época, cuando una tenía la regla no podía mojarse ni un pelo, así que
me tiraba cuatro días sin lavarme nada, tan sólo eso que ya os podréis
imaginar. Tenía tanto miedo en mojarme algún miembro del cuerpo, que cuando por
casualidad me caía agua en un pie, me sentía mareada, ¡cuántas veces se oía por
ahí, que tal chica se había muerto por lavarse la cabeza! En fin, no sabía qué
ponerme para oír misa de doce, y para colmo, se me enganchó una uña en las
medias y las resquebrajé, desde la parte de la liga hasta el talón del pié.
Como era domingo, la señora que las arreglaba tenía la casa cerrada, así que
cogí un vaso, una aguja de coser y me tiré más de dos horas, tacatá, tacatá,
hasta que apenas se notaba, y antes de darme cuenta llamaron a la puerta. Era
mi amiga Julia y su hermano Jaime. Me puse colorada como un tomate. Ni me
atrevía a mirarle. Él en cambio no paró de sonreírme, de pegarse a mi lado y
casi, casi quería cogerme la mano. Julia estaba que no sabía ni qué pensar así
que tuve que contarle lo del baile con pelos y señales, porque ni era tonta ni
podía mentirle. A esta altura de nuestra amistad, me conocía mejor que nadie. Fue
un interrogatorio en toda regla. Le dije
que se me había declarado la noche anterior, y que me había pedido ser su novia
formal. Que Monserrat no significaba nada para él, ya que solamente eran amigos
desde niños, que yo lo amaba con todo mi corazón, y sin él me moriría. Le pedí
que no se lo dijera a nadie, que no se metiera en mi vida, y que me dejara
vivir en paz. Colocándome al lado de Jaime, dejé el asunto zanjado.
Según iba caminando, mi corazón daba un sobresalto cuando sus manos
rozaban las mías. No sé si lo hacía queriendo o no, pero de vez en cuando me
cogía la mano, y entrecruzaba sus dedos con los míos, el caso es que si pasaba
una vecina, enseguida me soltaba por temor a que se lo dijeran a mis padres. Todo
el mundo se conocía y con tal que te vieran enganchada a uno, ya eran novios
formales, y si después se rompía la relación, y salías con otro, era la
comidilla del barrio colocándote veinte mil novios, y entonces estaba muy mal
visto. No es que yo en aquél momento tuviera premeditado esos pensamientos, si
no que eran así y nada más. Aparte de todo esto, es que Jaime era seis años mayor
que yo, y se suponía que entre los jóvenes, se emparejaban más o menos de la
misma edad. Yo tan sólo era una chiquilla a su lado que nunca había salido de
mi tierra. Él en cambio venía de una gran capital muy cosmopolita y mucho más
adelantada en todos los aspectos, mires por donde lo mires. Por eso, y por que
también la pandilla sabía que tenía una novia esperándolo en Barcelona, tenía
tanto miedo, pero cuando se me declaró, caí rendida a sus pies, y nada ni nadie
me lo iba a impedir. Cuando llegamos a la iglesia de la virgen de África nos
separamos, cada uno por su lado. En aquellos momentos, los hombres se sentaban
en el lado izquierdo desde la entrada y las mujeres y niños en las bancas del lado
derecho. Los soldados caminaban formando filas y se tiraban la hora entera que
duraba la misa de pié sin moverse. Parecían estatuas, los pobres, y en una
ocasión, uno cayó al suelo desplomado y tuvieron que sacarle entre cuatro a la
calle, mientras el cura impávido, sermoneaba desde el púlpito, dando unos
gritos exagerados, con las venas hinchadas, y por mucha atención que le ponía,
lo único que hacía era ver dónde estaba Jaime, y cuando nuestras miradas se
cruzaron, sonreímos a la par. Me quiere, me quiere, me quiere. Eso era lo que
yo sentía y quería. Me quiere, me quiere, soy yo su único amor. Te quiero, te quiero.
Mi corazón galopaba y galopaba por Jaime, mi querido Jaime.
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