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Cuando cumplí los quince años, mi cuerpo empezó a cambiar y a coger
forma. Me crecieron los pechos, no tanto como me hubiera gustado, pero que yo
disimulaba rellenando el sujetador con un poco de algodón, je, je, ¡qué risa!
Me salieron curvas y tenía la cintura más pequeña de todas mis amigas, además
crecí hasta el metro setenta y seis, mientras ellas se quedaron hechas unos
tapones a mi lado, ¡chúpate ésta! Por favor, yo no he dicho esa frase tan extraña
para mí, seguro que alguna chica de hoy en día se ha tropezado con mi aliento. No
os podéis imaginar el revuelo que se forma entre los que entran y los que salen,
sobre todo por éstos últimos, ya que no están conforme con haber llegado antes
de tiempo y se lían a gritar y a forcejear tanto, que al final salen vivitos y
coleando, de tal manera que empujan y pisotean a otros, que, cansados de la
vida, los perturban y sacan de sus dulces sueños, y los pobres lo único que
quieren es que les dejen morir en paz... El caso es que me convertí en una de las
chicas más guapa de la vecindad, siendo la más solicitada por los hijos de los
oficiales. Mis padres estaban encantados por que la ilusión de ellos es que
hiciera una buena boda, sobre todo mi padre que tan sólo me dejaba salir, si el
chico estaba terminando la carrera de médico, abogado o arquitecto. Siempre ha
sido un hombre correcto y muy disciplinado, pero muy antiguo, además de
autoritario. Desde los dieciséis años que se fue a la guerra, y luego cuando
acabó, entró a formar parte del ejército militar, se acostumbró a recibir
órdenes. Las mismas que nos daba a todas, vamos que nos trataba como si
fuéramos soldados y quería ante todo obediencia. Nunca le podíamos llevar la
contraria en nada, y lo que él decía iba a misa y no había más que discutir.
Cuando era pequeña lo admiraba, pero a medida que crecía, le veía defectos por
todas partes. Creo que eso les ocurre a todos los hijos.
Tendría cuatro o cinco añitos, que antes de dormir, me arrodillaba en
el suelo y recitaba en voz alta el Jesusito de mi vida, seguido del Ángel de la
guarda. Mi padre decía que todos los niños del mundo tenían un angelito detrás
custodiándole para que no se perdieran y no les pasara nada malo. Desde
entonces, cada vez que tengo un problema, he acudido a mi Ángel…
Con tal que hice la primera comunión, me obligaba a oír misa todos los
domingos, confesar y comulgar, además rezar el rosario diariamente, y la novena
cuando tocaba que hace ya tanto tiempo que ni me acuerdo…
Mi padre era un hombre conservador, fiel a sus tradiciones, y antes de
comer siempre bendecía la mesa y rezaba un padre nuestro, y si el pan se caía
al suelo, le daba un beso, cosa que nosotras teníamos que hacer también. Mi
padre idolatraba a Franco y continuamente repetía que si no hubiera sido por
él, España se habría ido a pique. ¡Cómo me acuerdo de lo que discutía con mi
hermano José! Eran tan diferentes…En fin, esa fue la época que le tocó vivir y
de paso me salpicó a mí y durante muchos años fui tan facha como él. Después
cambié de bando y me volví socialista. A veces me enfadaba mucho por que me
negaba a salir con un muchacho, que aunque fuera todo un teniente, no me gustaba,
pero siempre me contestaba que el amor vendría con los hijos, que nunca me
faltaría de nada y que iba a estar como una reina. Mi madre pensaba lo mismo, y
no podía entender, cuando, precisamente sus padres la habían desheredado por
haberse casado con un don Nadie. Palabras textuales de ella. Y según sus
hermanos, hizo un bodorrio. A pan y cebolla, con un sargentillo del tres al
cuarto, por amor. Ahora comprendo que la pobre lo único que quería para mí, es
lo que todas las madres queremos para los hijos, lo mejor. ¡Cuantas veces la oí
repetir, que la vida es un valle de lágrimas! Que venimos a ella para sufrir y
pasar penas…
Un domingo de primavera que íbamos cuatro chicas juntas por la calle,
camino del cine, un soldado me dijo mirándome a la cara: “Morena, tienes ojos
de mujer fatal.” No sé lo que influyó en mí aquel hombre y aquella frase, pero
desde entonces me sentí poderosa, fuerte, guapa y segura. Ya jamás nada ni
nadie me iba a dar de lado. Esas palabras me han perseguido toda la vida. Allá
donde iba, los hombres volvían la cara para decirme guapa, guapa y guapa, y no
es que lo fuera, pero era muy atractiva. Cuando llegué a casa, le conté a mi
madre entusiasmada, que yendo por la calle con las amigas, un chico me dijo que
era la más bonita de las cuatro. Era la primera vez que me habían dicho un
piropo. Ella como estaba tan orgullosa de sus niñas me cogió de las manos y nos
pusimos a dar vueltas por la casa, ya que antes de aquél piropo, yo era una
adolescente muy acomplejada y mi madre, aunque no me lo decía, sé que sufría
por mí. Por eso estaba continuamente diciéndome que era la más bella y linda de
todas las niñas del mundo, y que cuando tuviera un par de años más, iba a ser
la envidia del barrio.
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