jueves, 28 de marzo de 2013

PORTUGAL.-



Hay excursiones programadas, que cuando te quieres dar cuenta, estás de vuelta, más cansada que relajada, apenas sin haber visto nada, por no mencionar todo el tiempo que se tira una plegada en un asiento que no es ni silla, ni sofá, ni butaca, tan sólo en un banco que con disimulo intenta ser almohada desde las nalgas hasta el cuello, dejándote las cervicales casi al descubierto, de lo duro y lo tieso, con la espalda estirada y los aros del sujetador completamente clavados en la punta del esternón. ¡Ay mis costillas! Sin poder siquiera desperezarte mientras la boca se quiere abrir en un gran bostezo, ¡por Dios, qué dolor de cabeza tengo! ¿Quieres quitar tu codo de mi asiento? ¿Para qué voy a contar? Si antes de negarme ya estaba sentada en el autocar, camino de Portugal.¡Lisboa, que nos vamos a Lisboa! ¡Vaya boba! Y yo que me creía que pararía unos días, y como una turista la visitaría. Mentira podrida, que pasó por mi vida sin pena ni gloria, siempre corriendo como una loca. Ni siquiera me queda un recuerdo importante, no sé, quizás la desgana o fueron las prisas del tiempo para ver esto y aquello. Es posible que influyera el horario tan ajustado para comer, cenar y otra vez al dichoso autocar, la verdad esto no es visitar bien una ciudad, y menos pasear. No pude ni curiosear, tan sólo mirar tras mirar por aquí y por allá, para luego llegar al hotel, dormir y madrugar, ¡por dios, que se nos va el autocar! Cinco días sentada en el asiento viendo monumentos a través de un cristal empañado, limpiándolo con la palma de la mano, ¡todos los pañuelos empapados!
Lluvia por todos lados, más bien era un diluvio, ¡aguas torrenciales! ¡menudo tiempecito! De repente un sol resplandeciente asoma con todos sus rayos, seguido inmediatamente de unas nubes tan negras, gordas y feas, que te quitaban las ganas de viajar, y yo aquí, toda rodeada de cabezas y de narices y una especie de neblina ahumando a los no fumadores, apestando nuestra ropa, maletas y demás cosas. Haciendo toser a los más delicados y fastidiando a los que lo han dejado, como por ejemplo yo, que soy una ex insoportablemente egoísta, que antes allá por donde pasaba, iba dejando pistas de fumadora empedernida, y ahora no soporto ni siquiera ver una simple colilla, pero esto es un secreto y no quiero que se lo digáis a nadie.
Por lo menos tardamos nueve horas, parando en Badajoz, si señor, hasta que llegamos a una aldeílla, antes de Fátima, de lo más inhóspita que había visto hasta el momento. Tan sólo un perro más flaco que un fideo, ¡estaba en los huesos! Se le señalaban las costillas del cuerpo, ¡todas por completo!
Con una cara tan triste que penita me daba verlo. Al lado una ancianita vestidita de negro, sentada en una sillita vendiendo unos cuantos pañuelos, manteles y un par de toallitas.

Era la aldea, una calle que ni siquiera tenía acera, toda embarrada, con pedruscos a los lados para que la gente caminara sin mancharse los zapatos, ¡qué cosa más raras! Al final una sola casa más pobre que una rata, con un trapajo como diciendo: - ¡Eh vecina, que soy la cortina! – Y delante de ella una especie de mesa alargada con varias toallas envueltas en bolsas plastificadas. Algunas figuritas típicas estaban expuestas en un pedazo de esquinita, todas muy bonitas.

Ni era lluvia, ni era chaparrón, tan sólo un buen remojón que calaba hasta en el corazón. La nariz toda fuera, más colorada que un pimiento morrón, con las orejas congeladas y una medio helada orlaron la silueta de mi cabeza, dejándome la mirada hipnotizada de la miseria que allí se apreciaba. Parecía que estaba en otro mundo, de aquellos que por la tele se daba en los diarios cuando se hablaba de los negritos hambrientos de tierras lejanas, donde las moscas bailoteaban alrededor de sus pestañas, apoderándose de la tristeza de sus miradas. Todo el Dómum se reprodujo ante mí, cuando de niña y con la hucha a cuesta me recorría las calles de mi querida Ceuta. Quizás fuera la distancia que todo lo cambia, lo trueca y lo traspasa a aquellos años de la infancia. Allí no había de nada. Ni un pequeño bar donde poder desayunar, ni siquiera un aseo medio regular. Nada, sólo cielo negro, mucho barro y viento corriendo tras viento. Y es que aunque no lo quiera reconocer, he de admitir que soy una mujer muy cómoda, pero es un secreto y no quiero que se lo digáis a nadie.


Estaba rodeada de grandes charcos, donde la pícara llovizna no dejaba ni

siquiera una brizna seca. ¡Toda yo era un garbanzo en remojo! Si me pusiera

un poco de ternera y tocino, haría un buen cocido. - ¡Mírala cómo disimula! – Si, a ti te hablo, agua ducha, ¿crees que no me he dado cuenta de que estas toda la santa mañana goteando por ahí?

No me hace caso, no me escucha, incluso con su humedad me ha insinuado: A mí tu no me conviertes en un ser viviente.


Tales pensamientos rondaban por mi cabeza, mientras admiraba el paisaje que a través de los cristales empañados, no eran más que carretera mojada, por atrás y por delante. Un cielo triste y oscuro nos siguió durante todo el camino. La nubes negras fueron nuestras compañeras y tres niños de piedra nos dieron la bienvenida. Dos de rodillas y uno de pie señalando el lugar donde se les apareció la Virgen, pero no recuerdo bien si era María, Jacinto o Lucía, pero seguro que no era la oveja que simplemente tenía postura de ovejita lanuda. No sabría decir cuantas veces los vi, por lo menos mil, pero siempre sentía algo muy raro, de lo triste y solitario que estaban los pastorcillos, en medio de una gigantesca rotonda, a la intemperie, con el viento azotándolos por los cuatro costados, y un cielo grisáceo por techo con espacios libres alrededor, sin nada que los cubra de la lluvia torrencial, con la humedad latente siempre allí. No, no me gustaba nada, por lo menos en aquellos momentos, quizás fuera la distancia...

Ya en el hotel, ¡mira qué bien! Tan bonito y acogedor, ¡qué alegría señor!
La primera noche paseamos por las calles de Fátima hasta el Santuario.
Llegamos a la Iglesia, grande y preciosa por dentro, admirando la construcción, los rosetones llenos de colorido, los techos tan altos.
Había muy poquita gente, apenas los de la excursión. Después salimos fuera por un lateral. Un escalofrío estremecedor me recorrió el cuerpo, desde el dedo gordo de un pie hasta el último pelo de la cabeza, al ver ese sitio tan extenso, con unos charcos repartidos a lo largo de todo el asfalto, reflejando la luz de la luna, lo que le daba aspecto de frialdad. Parecía un enorme teatro al aire libre, con peldaños alrededor para que los peregrinos se sentaran. Una plataforma estaba en el centro y hacia abajo, como una capilla acristalada. Grandes velones la adornaban, unos tras otros, en forma de escalera. Aquello olía a pura cera derretida, a cura orando con las palmas de las manos juntas y los ojos alzados hacia arriba, como si fuera un pecador arrepentido. Esto trajo a mi memoria los domingos de mi niñez, allá en mi querida Ceuta, cuando el monaguillo, tocando la campanilla me levantaba enseguida, confundiendo que era de rodilla, y el rubor encendía mi mejilla, pensando que todos los feligreses me miraban, y el de la sotana negra me reñiría si me veía. Y yo sentía tanta vergüenza... ¡Qué pena por Dios, tan chica y ya sufriendo! Y ahora aquí, en un sitio lejano, mirando la vela esa que me invita con su mecha apagada, y por cortesía la prendo con una cerilla, sin sentir nada por dentro...
La verdad es que hay que ser muy buena y muy santa para ser una mujer piadosa, y yo no sirvo para estas cosas, y aunque lo imaginaba lleno de gente en un día luminoso de sol, seguía sintiendo lo mismo. En el fondo no lo sé explicar muy bien, pero es alo así como rechazo, pues he de admitir que no nací para monja y eso de estar todo el día rezando me resulta de lo más aburrido. (  Perdón Señor mío, no se enfade usted conmigo.)

Al día siguiente nos fuimos a Nazaré, donde cuatrocientas mil gaviotas correteaban por la arena de la playa, y cuando bajamos del autocar, alzaron el vuelo con la velocidad del trueno. El cielo era de un azul precioso y algunas nubes blancas, igual que algodones, adornaban este paisaje de mar inmenso que aparecía a nuestros ojos como un regalo divino, con un sol espléndido y brillante allá a lo lejos.
Había una montaña enfrente de la playa con una hilera de casitas repartidas por la cima, perdiéndose en unos bloques de pisos más altos que la rodeaban hasta llegar al mismo borde de la orilla, donde el color terroso contrastaba con la verde hierba, resaltando el amarillo de la arena fina y suave al tacto, como si fuera harina para freír pescado. Y desde donde me encontraba, podía ver un estrecho carril en un lateral para subir hacia arriba. Era tan empinado que parecía un tobogán, ¡qué bonito es este pueblo! Me duele hasta el intento del pensamiento al querer hacer un cuadro de mis sentimientos.
El señor del autocar nos recogía dentro de una hora.

Andamos deprisa por la misma acera viendo las humildes fachadas de las casas que estaban cerca, con aspecto de pobreza, y en la puerta de una de ellas, había una anciana vestida completamente de negro. Estaba sentada en una silla delante de un tonel con el agua turbia, casi enrojecida, más bien oscura por no decir asquerosa, y con la destreza de la experta, introducía sus manos amoratadas del frío, y sacando un pescado, lo destripaba con una agilidad sorprendente, e iba colocándolo en una especie de caballete, como si fuera a secarse, expuestos al sol. Minúsculas escamas seguidas de cabecitas y espinas saltaban por los aires, salpicando el suelo y alguna que otra tripilla se adhería a la puerta dejándola manchada de sangre.
La mujer tenía un rostro severo, con el gesto marcado por el trabajo de toda una vida llena de precariedades, y en ningún momento pestañeó. Ni siquiera se molestó en alzar la mirada para mirarnos, tan ensimismada estaba en lo suyo que yo la observaba embelesada, casi admirando ese halo de grandeza que emanaba de su ceño fruncido, y el porte tan derecho, con la espalda recia y los hombros fuertes, pero sobre todo sus manos de ágiles dedos finos y poderosos. Parecía una reina, hermosa toda ella, ¡y no se queja! De repente empezó a oscurecer y antes de dar tres pasos, la lluvia nos sorprendió en mitad de la cuesta, donde casi todas las mujeres estaban de luto, jóvenes y viejas, hasta con pañuelo en la cabeza, medias y zapatillas negras. El dueño de un bar nos contó que a algunas se les había matado un ser querido cogiendo el percebe, pues al estar adherido a las rocas, los percebeiros se descolgaban por ellas y muchos se despeñaban por el embate de las enormes olas, lo cual me trae a la memoria que allá en mi querida Ceuta, mi hermano mayor llamaba percebe a los estudiantes torpes. Sigamos adelante por que si no me perderé entre el hoy y el ayer.
Otras en cambio parecían que iban de verbena por lo típica y pintoresca. Vestían unas faldas de lo más simpática, con unos cuadros grandes, tableadas y por lo alto de las rodillas, mostrando unas piernas llenitas de pelos, y un bigotazo que ni te cuento, y es que la mujer portuguesa es sumamente natural. En la parte de arriba, casi todas llevaban puestas unas blusas blancas con las mangas de volantes y unas florecillas bordadas. Este tipo de uniforme en las chicas jóvenes no está tan mal, pero en las ancianas es de lo más gracioso que se pueda una imaginar. ¡Mírala, qué contentas van! Algunas hasta con un cántaro para coger agua de la fuente esa tan preciosa que hay en la entrada de la plaza del mercado, ¡qué grande es! Vista desde lo alto de estas escaleras se puede divisar mejor, ofreciendo una panorámica de lo más espectacular, ¡qué impresionante! Con todos los puestos juntos en un plano de forma rectangular. Me recordaba los laberintos dibujados en los tebeos, en donde los pasillos estrechos separan los mostradores llenos de frutas y tomates, y un hombre en medio de una montaña de verduras despachando a la señora esa, que tiene el culo pegado a la que está comprando el pescado al señor de enfrente. No puedo dejar de suspirar al recordar aquella plaza tan pintoresca, llena de mujeres, todas similares en la manera de vestir, parecían muñequitas vistas desde aquí, con la cintura marcada por los vuelos de blusas y faldas, y piernas desnudas, tal cual, sencillas y conformes en su manera de andar y en su mirar, con la sonrisa a flor de piel, tan contentas de estar allí, sin aspirar a nada más...
Y la plaza esa me mira sin agachar la cabeza, orgullosa y dichosa, con los brazos abiertos como diciendo: - ¡Qué rica me siento! En mis puestos abunda el pescado y lechuga para la ensalada, fruta y una montaña de ajos, cebollas y zanahorias. Las patatas jamás me faltan y aunque me digan verdulera a todo Nazaré alimento, desde el desayuno hasta la cena. Soy sencilla, opípara y selecta, ¿te entera señora cuentista?
Corriendo hemos tenido que bajar la cuesta porque se nos iba el autocar, y volviendo la cabeza, me he quedado perpleja al reconocer que un sencillo mercado de pueblo me ha dicho cuatro cosas bien cierta, pues he de admitir que en el fondo soy algo cuentista, pero no por ello me siento una mujer frustrada, sino todo lo contrario, que vivo encantada.

Sentada otra vez en el penúltimo asiento para de nuevo ver a los tres niños de piedra, que no se han movido ni un ápice del sitio ese tan grande, con el aire por detrás y por delante, llegamos a Bathala.
A través del cristal se puede observar algunas casas pintadas de colores, igual que pasteles repartidos a lo largo del camino. Me quedo embelesada y sorprendida, porque nunca las había visto en rosa, ni en verde manzana, ni siquiera en azul celeste, ni qué decir tiene en amarilla y menos en naranja, incluso asalmonada. Debe ser muy típico por aquí y resulta de lo más precioso y original, y así hasta parar en una gran plazoleta muy moderna, donde un señor montado a caballo, sobre un pedestal, se encuentra en medio. Enormes charcos aparecen a lo ancho y largo de las baldosas, dándole un aspecto de espejo. Es tan brillante el sol, que con sus rayos reflejados en el agua, te deslumbra la mirada, haciéndome imposible poder deletrear las palabras que están escritas en el rótulo, ¡qué importancia tiene cuando justo enfrente está el Monasterio de Santa María de la Victoria! ¡Me quedé atónita! Todo el medievo acudió a mi cabeza, donde los caballeros luchaban en las batallas, recordándome las doncellas y las princesa encantadas, lo mismo que en la novela de Ken Follett, “ Los pilares de la tierra.” Que cuenta la construcción de una catedral, en la época medieval. Y éste, precisamente se hizo para conmemorar la victoria de Aljubarrota en el año 1.385 por el monarca portugués Juan I de Avis.
Es de estilo gótico y no sabría nunca explicar con palabras como es, pero os aseguro que cuando entré sentí que respiraba diferente. Parece como si te transportara a aquellos tiempos tan remotos, donde no habían ni coches ni motos, tan sólo carromatos tirados por burros o asnos, es posible que fueran un par de caballos. De repente me imaginé que era una princesa y que me querían enclaustrar allí para que no me pudiera casar con mi amado, ¡qué cosa más raras! Debe ser la distancia, por que, vamos, digo yo, ¿por qué me ocurre esto? Ni que estuviera loca. No, no lo estoy pero pienso que a lo mejor allí han pasado cosas así y las piedras me las transmiten. De verdad, de verdad, que no son imaginaciones mías, es que lo siento de esta manera. También pasaron por mi sesera algunos monjes rezando y pelando muchas patatas, ¡menuda lata! Serían los cocineros que estaban en las cocinas rodeados de un montón de ollas.
Mirando las columnas me sentí como una pecadora, me dieron ganas de arrodillarme y poner los brazos en cruz. Desde luego, no sé que me está pasando, puede ser que me sugestione, o quizás es de leer tanto, mejor será que salgamos pitando, nov aya a ser que las piedras estas me presionen y no pueda volver a la tierra.
Alcé los ojos al techo y tropezando con el altar casi me veo como una santa mártir y a esto si que no estoy dispuesta, pues no aguanto ni un picotazos de alfiler. Me aterra el dolor y si me duele algo me tiro todo el día gritando, quejándome y llorando, así que no sé a qué vienen estos cuentos cuando realmente, el pensar que yo fuera monja me volvería loca, ni me gustan los hábitos, ni tampoco el estar rezando. He de admitir que me encanta el buen vivir, la alegría y el mucho reír.

Hay que ver Dios mío, qué grande es la catedral vista desde fuera, ¿cómo la habrán construido los albañiles en aquella época? Me devano los sesos todos enteros. Apenas puedo explicarme ese trabajo tan grande. Estos troncos de piedra tan cuadradas, unos encima de otros perfectamente bien alineados. Abajo en el zócalo un borde, en las esquinas una tira saliente, después otro reborde y una ventana con palillería hasta algo más de la mitad, alargada y rematada en un arco en punta. Bueno, no sé si lo habré dibujado bien con mis ignorantes palabras, no soy una experta, pero los cristales de arriba era como un bodoque bordado, tan bello y en lo alto del tejado, la cornisa parecía un encaje de bolillo, y unas columnillas terminadas en puntillas, igual que un pañito de croché, la mar de bonitas. Al lado otra ventana más grande con unos rosetones preciosos. Tal era la fachada, grande, muy grande, ocupando varias manzanas, y en unas de las entradas siete columnas y en la principal había seis a cada lado con unas imágenes en lo alto de pie como si fueran los guardianes de una fortaleza, quizás eran los apóstoles...

Después de un buen rato admirando los rosetones, la cornisa, la bóveda, la fachada y un sinfín de cosas preciosas, nos hemos hecho unas cuantas fotos en diferentes sitios para que las piedras de la catedral sepan que estuvimos a su lado, y andando lo he mirado desde la otra punta y se ve tan grande, tan hermoso, lo mismo que un rey poderoso presidiendo una plaza enorme, donde pequeñas tiendecillas la rodean para que el turista se lleve un buen recuerdo, y para no ser menos me he comprado un bolso de rafia con un gallo pintado en azul de lo más típico que se pueda una imaginar. Y allá en lo alto, el cielo salpicado de algodonosas nubes blancas con el borde pintado de gris, nos dice que abramos el paraguas, porque la lluvia viene galopando.

¡Que nos vamos a Lisboa! - ¡Venga, correr! - ¡Deprisa, que se va el autocar, y a ver cómo te las vas a ingeniar para llegar! - ¡Lisboa, Lisboa! ¡Marchamos hacia Lisboa! - ¡Menuda boba! – Y yo que estaba tan contenta pensando que vería la capital de Portugal, ¡a dormir y a callar!

Resulta que hoy es veintitrés y los chicos van a correr, ¡fíjese usted! Se han dado un madrugón que ni te cuento, pero nosotras lo veremos después, ¡mira qué bien!
¡El autobús, que se nos va el autobús! ¡Qué risa tía Luisa!
La que armé en el asiento aquél pegada toda la cara en el cristal de la ventanilla,
¡me dio una risa! Parecía una niña chica, ¡ni que estuviera en las carreteras de San Francisco! - ¡Arriba y abajo! – El asiento ya no lo siento. Ahora en lo alto de la cresta. – La risa de oreja a oreja. – Ni que fuera una ola. – El asiento me despide hasta el techo. – Y yo que me troncho, y ellas que me miran y me imitan. – Borbotones de lágrimas cayendo por las mejillas. - ¡Arriba y abajo! – La carretera es como un gusano. – Carcajadas de risa saliéndose por las ventanillas. - ¡Agárrate al asiento delantero con las manos! - ¡Mira a ése corriendo que parece un fideo! - ¡Qué lástima! – Está flacucho perdido. - ¡Pero si es mi marido! - ¡Cuántas vueltas y revueltas que están dando los chicos! – Nosotras muertitas de risas, mientras ellos sudan la camisa

Corre que corre que el de atrás te coge. - ¡Vuela cual paloma mensajera! - ¿Quién      escribió tan hermoso poema? – Corriendo a lo largo de la carretera ha venido esta frase a mi cabecera. – Corre que corre que el otro también le pega bien. - ¡Cuántas veces lo vamos a ver! – Vueltas y revueltas, no paran de correr. - ¿Cuándo llegarán a la meta? - ¡Qué harta estoy de camioneta! - ¡Eh, oiga, si vu ples, sin ofender que soy el Autobús! - ¡Mira éste hablando en francés, siendo portugués! – Corren que corren por la carretera, algunos ya están llegando a la meta. – Nosotras muertitas de risa mientras ellos sudan la  camisa.

 

    Un, dos, tres y cuatro, codo tras codo, pie con zapatos. - ¡Corre que viene el otro

    embalado! - ¡Que te pilla! ¡Que te adelanta! - ¡Mira ése, qué buena planta tiene! – Un, 

    dos, tres y cuatro, allá en el puerto hay un gato comiendo pescado.


¡Ja, ja, jajajá! – Esto parece un tobogán, desde donde se ve toda la capital. Ni un guía lo hubiera hecho mejor, hay que reconocer que en esto el autocar se está portando como un gran señor. - ¿Y ahora lo dices señorita melindres? Después de que llevas tres días por lo menos quejándote de mí, que si tengo los asientos incómodos, que si desde aquí no se ve ni torta, que si hay humo, que si pito, que si flauta. Señora no sirve usted para nada, es una lata tenerla sentada. Que si le duele las piernas, que si la espalda, que si le molesta el codo. Mejor será que se quede encerrada en casa, a ser posible echada en la cama. – Perdóneme, es verdad, tiene usted razón. – Nada, no la perdono. Ha hablado usted muy mal de mí al principio, así que ahora se aguanta. – Pero por favor, que lo siento mucho. Yo no sabía lo divertido que es todo esto. – El autocar no me hace ni puñetero caso, creo que realmente está muy enojado conmigo, pero como soy tan lista le voy a decir unos cuantos piropos y se le pasará enseguida. Francamente temo que me eche por la ventana y me deje tirada. - ¡Qué guapo eres! - ¡Qué asientos tan confortables! - ¡Qué autocar más moderno! - Y lo colores, ¡menudos colores tan bonitos que tiene en los laterales! - La ventanas son preciosas, con unas cortinas que parecen un acordeón de color marrón para que no moleste el sol, ¡lindísimas! - Hay un ambientador que esparce un olor, ¡qué aroma más rico! - Se oye una música maravillosa pero lo mejor de todo es que desde aquí puedo ver casi toda Lisboa.

Amplias avenidas inundan la ciudad, donde largas y solitarias calles las atraviesa, pasando por mi derecha con tal rapidez, que apenas puedo ver bien la ropa de los escaparates. Múltiples estatuillas adornan algunos jardines y en cualquier plazoleta aparece un busto de algún personaje famoso del año catapún. De repente he visto pasar por mi izquierda un gran culo en pompa reposando en una especie de cama, en una postura algo atrevidilla diría yo. Más bien era insinuante, ¡anda, pero si son las gordas de Botero! Están expuestas alrededor de una gigantesca plaza rodeada de unos edificios preciosos. Desde aquí puedo ver algunas personas, ¡qué raro! Ahora que lo pienso, ¡qué poco movimiento! Apenas se ve a la gente andar por las calles, es posible que por las noches salgan a pasear. Realmente lo que más me gusta son los bloques de pisos que a pesar de estar tan estropeados me encandilan por su antigüedad, ¡son tan bellos y majestuosos! Nunca los había visto de colores y además algunos presentan un estado de lo más deteriorado, justo al lado de uno con aspecto poderoso, como mostrando riqueza, dando a entender que allí vive gente rica y famosa. Es increíble observar tantas series de mezclas, esto no hay quién lo entienda. Y aquél de la esquina que está medio en ruinas me mira suplicando un poco de estima, ¡pobrecillo! Y uno muy moderno como diciendo: - No te preocupes amigo, que a mi lado estarás protegido.

Esta ciudad me recuerda Barcelona, tan grande y hermosa. De repente el mar, enfrente de mis ojos, el mar con barcos y todo, ¡claro si es el puerto! ¡Qué grande! Y los chicos corriendo a lo largo de él. Una vuelta, dos y tres. Sinceramente, ni lo sé, pero fueron más de cuatro, de cinco y de seis, y yo allí jaleándoles. No había nadie animándoles, ¿sabe usted? Me daba una pena ver tanto esfuerzo y ni un alma palmeando las vueltas y vueltas, cada vez más cansados, con caras de sufrimiento. No lo pensé siquiera un momento. Me puse a gritarles con todas mis fuerzas. - ¡Ánimo! ¡Guapo! ¡Figura! – Se quedaron mirándome como si fuera una loca. Algunos me daban las gracias, otros tan sólo me sonreían, pero la mayoría se llevaban la mano a la boca y diciéndome guapa me arrojaban los besos que le salían del alma, y yo agradecida los aplaudía más todavía. Pero esto es un secreto y no quiero que lo sepa nadie, por que en el fondo jamás he hecho semejante cosa, porque aquí donde vivo no sería capaz de la vergüenza que me da, pero allí en tierras lejanas, se ve que en la distancia una de estas cosas pasa y mientras chillaba me sentía como pez en el agua.

¡Venga, deprisa, corre, hazme una foto en el Monasterio de los Jerónimos! Al lado de la puerta principal, ¡menudo portalón! Sería como si nunca hubiéramos estado en Portugal. Después pasearemos por los jardines con el puerto al fondo, ¡imposible! Con este sol no saldrá ni una, ¿cómo me iba a ir sin posar en esta calle tan típica? - ¡A comer, nos vamos a comer! – Descansaremos en el hotel y por la noche andaremos por el centro y veremos el ambiente portugués a ver qué tal es. – Nadie, apenas nadie. - ¿Dónde está la gente? ¿Y la juventud? - ¡Qué desolada está la ciudad! - ¡Mira qué mujer más guapa! – Y ahora que lo pienso es la primera que veo, ¡qué cosa más rara! No me había dado cuenta de ese detalle. – Sigamos adelante que es muy tarde y mañana será el último día que pasaremos en Portugal, no sin antes visitar Elvas.

Desde lejos parecía una fortaleza con unas murallas resguardando la villa de gente extraña. Un gran arco, como una diadema, decoraba el puentecillo de la entrada, invitándonos a pasar sobre una alfombra adoquinada de asfalto, hasta lo alto del pueblo, ese tan bello, donde lo típico hace alarde de lo pueblerino, atravesando callejuelas estrechas y cuestas cada vez más empinada, donde metros y metros de cables, adornaban el aire de bombillas de colores, enganchadas entre ventanas y balcones.
Blancas fachadas nos saludaban, mostrando tres plantas de pisos alegres y divertidos. Algunos pintados en amarillos, hacían del pueblo que fuera cada vez más bonito, con rejas negras y algún que otro farolillo, que orgulloso sujetaba una tira de banderines, que como en un columpio me sonríen al pasar, decorando las callejas por encima de nuestras cabezas, incluso uno se ha dado la vuelta y gritándome con todas sus fuerzas me ha recordado que las fiestas navideñas se acercan, mientras el de al lado seguía bailoteando con el viento feliz y contento el baile del banderín. Otras tiras más arriba se dejaban mecer como si fueran unos niños pequeños en una cunita imaginaria, hecha de leve brisa marina.

Ea, Ea y Ea, los banderines del pueblo se bambolean al ritmo interminable del aire. Ea, Ea y Ea, los banderines sonríen al visitante feliz y campante.

Algunas mujeres caminaban recogiéndose las faldas dejando ver unas botas negras de goma, las misma que yo calzaba en Ceuta cuando llovía, ¡cuánto tiempo hacía que no las veía! La mayoría llevaban una rebeca de lana con un pañuelo floreado en el cuello, con el pico en la espalda y lazada en el pecho. Un moño en lo alto de la cabeza dejando caer unos mechones alrededor de la nuca, parecían gitanas, todas morenas, recias y muy derechas. Con la mirada fría y fija, andaban deprisa por la interminable cuesta, donde múltiples tiendas estaban a cada lado de la acera, mostrando al turista algún que otro pijama de franela colgado de mala gana encima de la puerta. De vez en cuando aparecía una bata de verano que quería ser un vestido lindo, todo recto y sin forma, con unos bolsillos para guardar un pañuelillo arrugadísimo, alguna que otra calderilla y el número de ciego doblado del mes pasado. Una cintita ondulada bordeando los tirantes, a modo de adorno, para dar al humilde traje un poco de realce, recordándome los que se ponía mi madre cuando estaba metida en carnes, para andar fresquita por casa, mostrando sus brazos gordos con un redondel en uno de ellos, como si fuera el corte atravesado de una berenjena, tal era la huella de la vacuna que le pusieron de niña. Parecían dos jamones tan ricos y hermosos, con dos hoyuelos en el codo, desde la muñeca de la mano hasta el mismísimo hombro redondeado y llenito de pecas tan bonitas que no me cansaba de besarlo.
Tales pensamientos acudieron a mi mente en la distante lejanía y algo me incita a plasmar en esta otra distancia tan diferente, sin ella aquí presente, tan sólo en mi cabeza, cercana siempre, siempre...

Varios impermeables estaban enganchados en una percha ladeada por el movimiento del viento. Eran como espantapájaros encima de los escaparates y detrás de los borrosos cristales, se podía ver montones y montones de toallas de felpa de colores, junto a las sábanas blancas de algodón, todas muy baratas. Y andando y andando cuesta arriba, por calles estrechas por todas partes, llegamos al mismo sitio de antes, como si fuera un laberinto de comercios y bares de gallos típicos de porcelana, asomando picos y crestas tiesas en cualquier vitrina, junto a platos coloreados de azul, rojo y amarillo. Un revoltijo de calcetines de algodón y unos cuantos calzoncillos aparecían al lado de paraguas enormes negros y verdes muy bonitos, ¿dónde vamos a llevar tanta cosa junta? Mejor será que tomemos un café mientras descansamos un rato, por que acabo de ver un par de pijamas de franela a cuadros azules y blancos, en la tienda de la esquina, al lado de un estanco algo desfasado.

Caminando cuesta arriba llegamos a una plazoleta toda adoquinada, grande y preciosa, con una iglesia chiquitita y sencilla presidiendo el pueblo como si fuera una reina, la mar de bonita. Tiene la fachada un portalón que es la entrada, en la segunda planta dos ventanales como si fu0era un balcón corrido y un poco más alto un rosetón en medio, y mirando hacia arriba, está el campanario, con dos arcos donde asoma una campanita en cada uno de ellos, como si fueran los ojos del pueblo ese tan bello y todas las mañanas cuando se despierta hace tolón, tolón. Una veleta muy coqueta en lo alto de la cúspide de la tortea, indica de qué lado sopla el viento cuando el aire besa la carita de la flecha.
Con nuestras bolsas a cuesta, hemos bajado deprisa y corriendo por la empedrada y empinada callejuela, porque el autocar nos espera en la explanada de la entrada, llamándonos con su pitada, y sentada tras la ventana llegamos a Zafra.
¡Qué bien comimos en el restaurante aquél! Después todo el recorrido hacia Córdoba sin parar de llover, ¿sabe usted? Tenía tanto miedo que me tomé una pastilla para dormir, ¡mira qué bien! Del viaje ni me enteré, aunque a veces entreabría los ojos, y una cortina de agua me miraba y yo rezaba y rezaba hasta que el sueño me atrapaba.
Eran más de las doce de la noche cuando llegamos a casa, y mientras me desnudaba pensaba que era muy afortunada, pues gracias a la distancia había dejado de fumar, así que ahora tendré que diferenciar entre un antes y un después de ir a Portugal.
Y esto es lo más relevante de los cinco días que pasé en tierras portuguesas, además, tengo grabado en el corazón las tertulias tan llenas de optimismo, y la risa que pasábamos por las noches en el salón del hotel, cuando volvíamos de visitar la ciudad al lado de la chimenea. Había dos apartados, en un lado estaba la televisión para los telespectadores más empedernidos, en el otro los tertulianos. ¡Qué bella sensación! Poder intercambiar impresiones, aprender de los demás, saber que todos tenemos las mismas quejas, los mismos pensamientos. Compartir sentimientos llenos de pasión, inquietudes, todo un mundo familiar donde los hijos también eran tema a debatir, sobre todo lo concerniente a la educación, que a veces, los padres somos demasiado riguroso o quizás, es que pequemos de libertinaje.
Fueron unas reuniones maravillosas, llenas de encanto donde el flirteo se hacía eco del coqueteo. El romanticismo hacía presencia cada vez que una pareja bajaba por las escaleras, perfumada ella, atento él. El piropo amable y bonito era muy agradecido por las señoras que se empeñaban en aparecer lo más bella posible. El rubor estaba latente a cada momento que un matrimonio hablaba de sus intimidades, a veces sin pudor, resueltas, como explicando un pequeño problema, esperando que el otro o la otra lo pudiera solucionar. Conversar, hablar, callar para que el otro opine. Charlar, el caso era saber escuchar a los demás. Las palabras tolerancia, comprensión y mucho amor flotaban en el ambiente, ¿y cómo no? El sexo también hizo aparición, sería por el calor de la chimenea, y pasaba de boca en boca con la facilidad que da la euforia de una copa de vino. Es sorprendente lo que hace el alcohol, ¡cómo desata las lenguas! Hasta las más mojigatas se desbaratan. Más tarde llegaba la chanza, la risa y la carcajada y los telespectadores de al lado nos miraban malhumorados.
Jamás podré olvidar aquellas cuatro noches entre amigos, donde me sentía importante y querida, sobre todo mujer bella, pues cada vez que bajaba por las escaleras, algún que otro galante y educado caballero me hacía cualquier comentario lisonjero, de esos que nos gusta oír tanto a las mujeres. He de reconocer que soy muy coqueta y una romántica empedernida, y eso de que me mimen y me halaguen me encanta, pero no me gustaría que mi marido lo supiera porque le da celos, y aunque disfrute dándoselo, por favor no se lo digáis. Y es que en el fondo soy una egocéntrica pero no me siento una mujer frustrada, es más, acepto esta lacra de mi ser llena de orgullo, y admito que hasta me gusta y soy feliz por ello, pero esto es un secreto secretísimo y no quiero que nadie lo sepa.
Y ahora en la distancia he aprendido que, mientras escribo sobre mi estancia en Portugal, he adquirido la capacidad de comprender que tengo tres vidas diferentes. Una como madre y esposa, la que comparte con la familia las cosas, otra llena de fantasía donde las letras ocupan mis noches y mis días, y la tercera es la vida mía, la que nadie conoce y no dejo ni que toquen, pues tan sólo a mí me pertenece, llenando mi espacio libre de todos los colores terrestre.
                                            

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