Hay excursiones programadas, que cuando te quieres
dar cuenta, estás de vuelta, más cansada que relajada, apenas sin haber visto
nada, por no mencionar todo el tiempo que se tira una plegada en un asiento que
no es ni silla, ni sofá, ni butaca, tan sólo en un banco que con disimulo
intenta ser almohada desde las nalgas hasta el cuello, dejándote las cervicales
casi al descubierto, de lo duro y lo tieso, con la espalda estirada y los aros
del sujetador completamente clavados en la punta del esternón. ¡Ay mis
costillas! Sin poder siquiera desperezarte mientras la boca se quiere abrir en
un gran bostezo, ¡por Dios, qué dolor de cabeza tengo! ¿Quieres quitar tu codo
de mi asiento? ¿Para qué voy a contar? Si antes de negarme ya estaba sentada en
el autocar, camino de Portugal.¡Lisboa, que nos vamos a Lisboa! ¡Vaya boba! Y yo
que me creía que pararía unos días, y como una turista la visitaría. Mentira
podrida, que pasó por mi vida sin pena ni gloria, siempre corriendo como una
loca. Ni siquiera me queda un recuerdo importante, no sé, quizás la desgana o
fueron las prisas del tiempo para ver esto y aquello. Es posible que influyera
el horario tan ajustado para comer, cenar y otra vez al dichoso autocar, la verdad
esto no es visitar bien una ciudad, y menos pasear. No pude ni curiosear, tan
sólo mirar tras mirar por aquí y por allá, para luego llegar al hotel, dormir y
madrugar, ¡por dios, que se nos va el autocar! Cinco días sentada en el asiento
viendo monumentos a través de un cristal empañado, limpiándolo con la palma de
la mano, ¡todos los pañuelos empapados!
Lluvia por todos lados, más bien era un diluvio,
¡aguas torrenciales! ¡menudo tiempecito! De repente un sol resplandeciente
asoma con todos sus rayos, seguido inmediatamente de unas nubes tan negras,
gordas y feas, que te quitaban las ganas de viajar, y yo aquí, toda rodeada de
cabezas y de narices y una especie de neblina ahumando a los no fumadores,
apestando nuestra ropa, maletas y demás cosas. Haciendo toser a los más
delicados y fastidiando a los que lo han dejado, como por ejemplo yo, que soy
una ex insoportablemente egoísta, que antes allá por donde pasaba, iba dejando
pistas de fumadora empedernida, y ahora no soporto ni siquiera ver una simple colilla,
pero esto es un secreto y no quiero que se lo digáis a nadie.
Por lo menos tardamos nueve horas, parando en
Badajoz, si señor, hasta que llegamos a una aldeílla, antes de Fátima, de lo
más inhóspita que había visto hasta el momento. Tan sólo un perro más flaco que
un fideo, ¡estaba en los huesos! Se le señalaban las costillas del cuerpo,
¡todas por completo!
Con una cara tan triste que penita me daba verlo. Al
lado una ancianita vestidita de negro, sentada en una sillita vendiendo unos
cuantos pañuelos, manteles y un par de toallitas.
Era la aldea, una calle que ni siquiera tenía acera,
toda embarrada, con pedruscos a los lados para que la gente caminara sin
mancharse los zapatos, ¡qué cosa más raras! Al final una sola casa más pobre
que una rata, con un trapajo como diciendo: - ¡Eh vecina, que soy la cortina! –
Y delante de ella una especie de mesa alargada con varias toallas envueltas en
bolsas plastificadas. Algunas figuritas típicas estaban expuestas en un pedazo
de esquinita, todas muy bonitas.
Ni era lluvia, ni era chaparrón,
tan sólo un buen remojón que calaba hasta en el corazón. La nariz toda fuera,
más colorada que un pimiento morrón, con las orejas congeladas y una medio
helada orlaron la silueta de mi cabeza, dejándome la mirada hipnotizada de la
miseria que allí se apreciaba. Parecía que estaba en otro mundo, de aquellos
que por la tele se daba en los diarios cuando se hablaba de los negritos
hambrientos de tierras lejanas, donde las moscas bailoteaban alrededor de sus
pestañas, apoderándose de la tristeza de sus miradas. Todo el Dómum se
reprodujo ante mí, cuando de niña y con la hucha a cuesta me recorría las
calles de mi querida Ceuta. Quizás fuera la distancia que todo lo cambia, lo
trueca y lo traspasa a aquellos años de la infancia. Allí no había de nada. Ni
un pequeño bar donde poder desayunar, ni siquiera un aseo medio regular. Nada,
sólo cielo negro, mucho barro y viento corriendo tras viento. Y es que aunque
no lo quiera reconocer, he de admitir que soy una mujer muy cómoda, pero es un
secreto y no quiero que se lo digáis a nadie.
Estaba rodeada de
grandes charcos, donde la pícara llovizna no dejaba ni
siquiera una brizna
seca. ¡Toda yo era un garbanzo en remojo! Si me pusiera
un poco de ternera y
tocino, haría un buen cocido. - ¡Mírala cómo disimula! – Si, a ti te hablo,
agua ducha, ¿crees que no me he dado cuenta de que estas toda la santa mañana
goteando por ahí?
No me hace caso, no
me escucha, incluso con su humedad me ha insinuado: A mí tu no me conviertes en
un ser viviente.
Tales pensamientos rondaban por mi cabeza, mientras
admiraba el paisaje que a través de los cristales empañados, no eran más que
carretera mojada, por atrás y por delante. Un cielo triste y oscuro nos siguió
durante todo el camino. La nubes negras fueron nuestras compañeras y tres niños
de piedra nos dieron la bienvenida. Dos de rodillas y uno de pie señalando el
lugar donde se les apareció la
Virgen, pero no recuerdo bien si era María, Jacinto o Lucía,
pero seguro que no era la oveja que simplemente tenía postura de ovejita
lanuda. No sabría decir cuantas veces los vi, por lo menos mil, pero siempre
sentía algo muy raro, de lo triste y solitario que estaban los pastorcillos, en
medio de una gigantesca rotonda, a la intemperie, con el viento azotándolos por
los cuatro costados, y un cielo grisáceo por techo con espacios libres
alrededor, sin nada que los cubra de la lluvia torrencial, con la humedad
latente siempre allí. No, no me gustaba nada, por lo menos en aquellos
momentos, quizás fuera la distancia...
Ya en el hotel, ¡mira qué bien! Tan bonito y
acogedor, ¡qué alegría señor!
La primera noche paseamos por las calles de Fátima
hasta el Santuario.
Llegamos a la Iglesia, grande y preciosa por dentro, admirando
la construcción, los rosetones llenos de colorido, los techos tan altos.
Había muy poquita gente, apenas los de la excursión.
Después salimos fuera por un lateral. Un escalofrío estremecedor me recorrió el
cuerpo, desde el dedo gordo de un pie hasta el último pelo de la cabeza, al ver
ese sitio tan extenso, con unos charcos repartidos a lo largo de todo el
asfalto, reflejando la luz de la luna, lo que le daba aspecto de frialdad.
Parecía un enorme teatro al aire libre, con peldaños alrededor para que los
peregrinos se sentaran. Una plataforma estaba en el centro y hacia abajo, como
una capilla acristalada. Grandes velones la adornaban, unos tras otros, en
forma de escalera. Aquello olía a pura cera derretida, a cura orando con las
palmas de las manos juntas y los ojos alzados hacia arriba, como si fuera un
pecador arrepentido. Esto trajo a mi memoria los domingos de mi niñez, allá en
mi querida Ceuta, cuando el monaguillo, tocando la campanilla me levantaba
enseguida, confundiendo que era de rodilla, y el rubor encendía mi mejilla,
pensando que todos los feligreses me miraban, y el de la sotana negra me
reñiría si me veía. Y yo sentía tanta vergüenza... ¡Qué pena por Dios, tan
chica y ya sufriendo! Y ahora aquí, en un sitio lejano, mirando la vela esa que
me invita con su mecha apagada, y por cortesía la prendo con una cerilla, sin
sentir nada por dentro...
La verdad es que hay que ser muy buena y muy santa
para ser una mujer piadosa, y yo no sirvo para estas cosas, y aunque lo
imaginaba lleno de gente en un día luminoso de sol, seguía sintiendo lo mismo.
En el fondo no lo sé explicar muy bien, pero es alo así como rechazo, pues he
de admitir que no nací para monja y eso de estar todo el día rezando me resulta
de lo más aburrido. ( Perdón Señor mío,
no se enfade usted conmigo.)
Al día siguiente nos fuimos a Nazaré, donde
cuatrocientas mil gaviotas correteaban por la arena de la playa, y cuando
bajamos del autocar, alzaron el vuelo con la velocidad del trueno. El cielo era
de un azul precioso y algunas nubes blancas, igual que algodones, adornaban
este paisaje de mar inmenso que aparecía a nuestros ojos como un regalo divino,
con un sol espléndido y brillante allá a lo lejos.
Había una montaña enfrente de la playa con una
hilera de casitas repartidas por la cima, perdiéndose en unos bloques de pisos
más altos que la rodeaban hasta llegar al mismo borde de la orilla, donde el
color terroso contrastaba con la verde hierba, resaltando el amarillo de la
arena fina y suave al tacto, como si fuera harina para freír pescado. Y desde
donde me encontraba, podía ver un estrecho carril en un lateral para subir
hacia arriba. Era tan empinado que parecía un tobogán, ¡qué bonito es este
pueblo! Me duele hasta el intento del pensamiento al querer hacer un cuadro de
mis sentimientos.
El señor del autocar nos recogía dentro de una hora.
Andamos deprisa por la misma acera viendo las
humildes fachadas de las casas que estaban cerca, con aspecto de pobreza, y en
la puerta de una de ellas, había una anciana vestida completamente de negro.
Estaba sentada en una silla delante de un tonel con el agua turbia, casi
enrojecida, más bien oscura por no decir asquerosa, y con la destreza de la
experta, introducía sus manos amoratadas del frío, y sacando un pescado, lo
destripaba con una agilidad sorprendente, e iba colocándolo en una especie de
caballete, como si fuera a secarse, expuestos al sol. Minúsculas escamas
seguidas de cabecitas y espinas saltaban por los aires, salpicando el suelo y
alguna que otra tripilla se adhería a la puerta dejándola manchada de sangre.
La mujer tenía un rostro severo, con el gesto
marcado por el trabajo de toda una vida llena de precariedades, y en ningún
momento pestañeó. Ni siquiera se molestó en alzar la mirada para mirarnos, tan
ensimismada estaba en lo suyo que yo la observaba embelesada, casi admirando
ese halo de grandeza que emanaba de su ceño fruncido, y el porte tan derecho,
con la espalda recia y los hombros fuertes, pero sobre todo sus manos de ágiles
dedos finos y poderosos. Parecía una reina, hermosa toda ella, ¡y no se queja!
De repente empezó a oscurecer y antes de dar tres pasos, la lluvia nos
sorprendió en mitad de la cuesta, donde casi todas las mujeres estaban de luto,
jóvenes y viejas, hasta con pañuelo en la cabeza, medias y zapatillas negras.
El dueño de un bar nos contó que a algunas se les había matado un ser querido
cogiendo el percebe, pues al estar adherido a las rocas, los percebeiros se
descolgaban por ellas y muchos se despeñaban por el embate de las enormes olas,
lo cual me trae a la memoria que allá en mi querida Ceuta, mi hermano mayor
llamaba percebe a los estudiantes torpes. Sigamos adelante por que si no me
perderé entre el hoy y el ayer.
Otras en cambio parecían que iban de verbena por lo
típica y pintoresca. Vestían unas faldas de lo más simpática, con unos cuadros
grandes, tableadas y por lo alto de las rodillas, mostrando unas piernas
llenitas de pelos, y un bigotazo que ni te cuento, y es que la mujer portuguesa
es sumamente natural. En la parte de arriba, casi todas llevaban puestas unas
blusas blancas con las mangas de volantes y unas florecillas bordadas. Este
tipo de uniforme en las chicas jóvenes no está tan mal, pero en las ancianas es
de lo más gracioso que se pueda una imaginar. ¡Mírala, qué contentas van!
Algunas hasta con un cántaro para coger agua de la fuente esa tan preciosa que
hay en la entrada de la plaza del mercado, ¡qué grande es! Vista desde lo alto
de estas escaleras se puede divisar mejor, ofreciendo una panorámica de lo más
espectacular, ¡qué impresionante! Con todos los puestos juntos en un plano de
forma rectangular. Me recordaba los laberintos dibujados en los tebeos, en
donde los pasillos estrechos separan los mostradores llenos de frutas y
tomates, y un hombre en medio de una montaña de verduras despachando a la
señora esa, que tiene el culo pegado a la que está comprando el pescado al
señor de enfrente. No puedo dejar de suspirar al recordar aquella plaza tan
pintoresca, llena de mujeres, todas similares en la manera de vestir, parecían
muñequitas vistas desde aquí, con la cintura marcada por los vuelos de blusas y
faldas, y piernas desnudas, tal cual, sencillas y conformes en su manera de
andar y en su mirar, con la sonrisa a flor de piel, tan contentas de estar
allí, sin aspirar a nada más...
Y la plaza esa me mira sin agachar la cabeza,
orgullosa y dichosa, con los brazos abiertos como diciendo: - ¡Qué rica me
siento! En mis puestos abunda el pescado y lechuga para la ensalada, fruta y
una montaña de ajos, cebollas y zanahorias. Las patatas jamás me faltan y
aunque me digan verdulera a todo Nazaré alimento, desde el desayuno hasta la
cena. Soy sencilla, opípara y selecta, ¿te entera señora cuentista?
Corriendo hemos tenido que bajar la cuesta porque se
nos iba el autocar, y volviendo la cabeza, me he quedado perpleja al reconocer
que un sencillo mercado de pueblo me ha dicho cuatro cosas bien cierta, pues he
de admitir que en el fondo soy algo cuentista, pero no por ello me siento una
mujer frustrada, sino todo lo contrario, que vivo encantada.
Sentada otra vez en el penúltimo asiento para de
nuevo ver a los tres niños de piedra, que no se han movido ni un ápice del
sitio ese tan grande, con el aire por detrás y por delante, llegamos a Bathala.
A través del cristal se puede observar algunas casas
pintadas de colores, igual que pasteles repartidos a lo largo del camino. Me
quedo embelesada y sorprendida, porque nunca las había visto en rosa, ni en
verde manzana, ni siquiera en azul celeste, ni qué decir tiene en amarilla y
menos en naranja, incluso asalmonada. Debe ser muy típico por aquí y resulta de
lo más precioso y original, y así hasta parar en una gran plazoleta muy
moderna, donde un señor montado a caballo, sobre un pedestal, se encuentra en
medio. Enormes charcos aparecen a lo ancho y largo de las baldosas, dándole un
aspecto de espejo. Es tan brillante el sol, que con sus rayos reflejados en el
agua, te deslumbra la mirada, haciéndome imposible poder deletrear las palabras
que están escritas en el rótulo, ¡qué importancia tiene cuando justo enfrente
está el Monasterio de Santa María de la Victoria! ¡Me quedé atónita! Todo el medievo
acudió a mi cabeza, donde los caballeros luchaban en las batallas, recordándome
las doncellas y las princesa encantadas, lo mismo que en la novela de Ken
Follett, “ Los pilares de la tierra.” Que cuenta la construcción de una
catedral, en la época medieval. Y éste, precisamente se hizo para conmemorar la
victoria de Aljubarrota en el año 1.385 por el monarca portugués Juan I de
Avis.
Es de estilo gótico y no sabría nunca explicar con
palabras como es, pero os aseguro que cuando entré sentí que respiraba
diferente. Parece como si te transportara a aquellos tiempos tan remotos, donde
no habían ni coches ni motos, tan sólo carromatos tirados por burros o asnos,
es posible que fueran un par de caballos. De repente me imaginé que era una
princesa y que me querían enclaustrar allí para que no me pudiera casar con mi
amado, ¡qué cosa más raras! Debe ser la distancia, por que, vamos, digo yo,
¿por qué me ocurre esto? Ni que estuviera loca. No, no lo estoy pero pienso que
a lo mejor allí han pasado cosas así y las piedras me las transmiten. De
verdad, de verdad, que no son imaginaciones mías, es que lo siento de esta
manera. También pasaron por mi sesera algunos monjes rezando y pelando muchas
patatas, ¡menuda lata! Serían los cocineros que estaban en las cocinas rodeados
de un montón de ollas.
Mirando las columnas me sentí como una pecadora, me
dieron ganas de arrodillarme y poner los brazos en cruz. Desde luego, no sé que
me está pasando, puede ser que me sugestione, o quizás es de leer tanto, mejor
será que salgamos pitando, nov aya a ser que las piedras estas me presionen y
no pueda volver a la tierra.
Alcé los ojos al techo y tropezando con el altar
casi me veo como una santa mártir y a esto si que no estoy dispuesta, pues no
aguanto ni un picotazos de alfiler. Me aterra el dolor y si me duele algo me
tiro todo el día gritando, quejándome y llorando, así que no sé a qué vienen
estos cuentos cuando realmente, el pensar que yo fuera monja me volvería loca,
ni me gustan los hábitos, ni tampoco el estar rezando. He de admitir que me
encanta el buen vivir, la alegría y el mucho reír.
Hay que ver Dios mío, qué grande es la catedral
vista desde fuera, ¿cómo la habrán construido los albañiles en aquella época?
Me devano los sesos todos enteros. Apenas puedo explicarme ese trabajo tan
grande. Estos troncos de piedra tan cuadradas, unos encima de otros
perfectamente bien alineados. Abajo en el zócalo un borde, en las esquinas una
tira saliente, después otro reborde y una ventana con palillería hasta algo más
de la mitad, alargada y rematada en un arco en punta. Bueno, no sé si lo habré
dibujado bien con mis ignorantes palabras, no soy una experta, pero los
cristales de arriba era como un bodoque bordado, tan bello y en lo alto del
tejado, la cornisa parecía un encaje de bolillo, y unas columnillas terminadas
en puntillas, igual que un pañito de croché, la mar de bonitas. Al lado otra
ventana más grande con unos rosetones preciosos. Tal era la fachada, grande,
muy grande, ocupando varias manzanas, y en unas de las entradas siete columnas
y en la principal había seis a cada lado con unas imágenes en lo alto de pie
como si fueran los guardianes de una fortaleza, quizás eran los apóstoles...
Después de un buen rato admirando los rosetones, la
cornisa, la bóveda, la fachada y un sinfín de cosas preciosas, nos hemos hecho
unas cuantas fotos en diferentes sitios para que las piedras de la catedral
sepan que estuvimos a su lado, y andando lo he mirado desde la otra punta y se
ve tan grande, tan hermoso, lo mismo que un rey poderoso presidiendo una plaza
enorme, donde pequeñas tiendecillas la rodean para que el turista se lleve un
buen recuerdo, y para no ser menos me he comprado un bolso de rafia con un
gallo pintado en azul de lo más típico que se pueda una imaginar. Y allá en lo
alto, el cielo salpicado de algodonosas nubes blancas con el borde pintado de
gris, nos dice que abramos el paraguas, porque la lluvia viene galopando.
¡Que nos vamos a Lisboa! - ¡Venga, correr! -
¡Deprisa, que se va el autocar, y a ver cómo te las vas a ingeniar para llegar!
- ¡Lisboa, Lisboa! ¡Marchamos hacia Lisboa! - ¡Menuda boba! – Y yo que estaba
tan contenta pensando que vería la capital de Portugal, ¡a dormir y a callar!
Resulta que hoy es veintitrés y los chicos van a correr,
¡fíjese usted! Se han dado un madrugón que ni te cuento, pero nosotras lo
veremos después, ¡mira qué bien!
¡El autobús, que se nos va el autobús! ¡Qué risa tía
Luisa!
La que armé en el asiento aquél
pegada toda la cara en el cristal de la ventanilla,
¡me dio una risa! Parecía una
niña chica, ¡ni que estuviera en las carreteras de San Francisco! - ¡Arriba y
abajo! – El asiento ya no lo siento. Ahora en lo alto de la cresta. – La risa
de oreja a oreja. – Ni que fuera una ola. – El asiento me despide hasta el
techo. – Y yo que me troncho, y ellas que me miran y me imitan. – Borbotones de
lágrimas cayendo por las mejillas. - ¡Arriba y abajo! – La carretera es como un
gusano. – Carcajadas de risa saliéndose por las ventanillas. - ¡Agárrate al
asiento delantero con las manos! - ¡Mira a ése corriendo que parece un fideo! -
¡Qué lástima! – Está flacucho perdido. - ¡Pero si es mi marido! - ¡Cuántas
vueltas y revueltas que están dando los chicos! – Nosotras muertitas de risas,
mientras ellos sudan la camisa
Corre que corre que el de atrás te coge. - ¡Vuela cual
paloma mensajera! - ¿Quién escribió
tan hermoso poema? – Corriendo a lo largo de la carretera ha venido esta frase
a mi cabecera. – Corre que corre que el otro también le pega bien. - ¡Cuántas
veces lo vamos a ver! – Vueltas y revueltas, no paran de correr. - ¿Cuándo
llegarán a la meta? - ¡Qué harta estoy de camioneta! - ¡Eh, oiga, si vu ples,
sin ofender que soy el Autobús! - ¡Mira éste hablando en francés, siendo
portugués! – Corren que corren por la carretera, algunos ya están llegando a la
meta. – Nosotras muertitas de risa mientras ellos sudan la camisa.
Un, dos, tres y cuatro, codo tras codo, pie con zapatos. - ¡Corre que viene el otro
embalado! - ¡Que te pilla! ¡Que te adelanta! - ¡Mira ése, qué buena planta tiene! – Un,
dos, tres y cuatro, allá en el puerto hay un gato comiendo pescado.
¡Ja, ja, jajajá! – Esto parece un tobogán, desde
donde se ve toda la capital. Ni un guía lo hubiera hecho mejor, hay que
reconocer que en esto el autocar se está portando como un gran señor. - ¿Y
ahora lo dices señorita melindres? Después de que llevas tres días por lo menos
quejándote de mí, que si tengo los asientos incómodos, que si desde aquí no se
ve ni torta, que si hay humo, que si pito, que si flauta. Señora no sirve usted
para nada, es una lata tenerla sentada. Que si le duele las piernas, que si la
espalda, que si le molesta el codo. Mejor será que se quede encerrada en casa,
a ser posible echada en la cama. – Perdóneme, es verdad, tiene usted razón. –
Nada, no la perdono. Ha hablado usted muy mal de mí al principio, así que ahora
se aguanta. – Pero por favor, que lo siento mucho. Yo no sabía lo divertido que
es todo esto. – El autocar no me hace ni puñetero caso, creo que realmente está
muy enojado conmigo, pero como soy tan lista le voy a decir unos cuantos
piropos y se le pasará enseguida. Francamente temo que me eche por la ventana y
me deje tirada. - ¡Qué guapo eres! - ¡Qué asientos tan confortables! - ¡Qué
autocar más moderno! - Y lo colores, ¡menudos colores tan bonitos que tiene en
los laterales! - La ventanas son preciosas, con unas cortinas que parecen un
acordeón de color marrón para que no moleste el sol, ¡lindísimas! - Hay un
ambientador que esparce un olor, ¡qué aroma más rico! - Se oye una música
maravillosa pero lo mejor de todo es que desde aquí puedo ver casi toda Lisboa.
Amplias avenidas inundan la ciudad, donde largas y
solitarias calles las atraviesa, pasando por mi derecha con tal rapidez, que
apenas puedo ver bien la ropa de los escaparates. Múltiples estatuillas adornan
algunos jardines y en cualquier plazoleta aparece un busto de algún personaje
famoso del año catapún. De repente he visto pasar por mi izquierda un gran culo
en pompa reposando en una especie de cama, en una postura algo atrevidilla
diría yo. Más bien era insinuante, ¡anda, pero si son las gordas de Botero!
Están expuestas alrededor de una gigantesca plaza rodeada de unos edificios
preciosos. Desde aquí puedo ver algunas personas, ¡qué raro! Ahora que lo
pienso, ¡qué poco movimiento! Apenas se ve a la gente andar por las calles, es
posible que por las noches salgan a pasear. Realmente lo que más me gusta son
los bloques de pisos que a pesar de estar tan estropeados me encandilan por su
antigüedad, ¡son tan bellos y majestuosos! Nunca los había visto de colores y
además algunos presentan un estado de lo más deteriorado, justo al lado de uno
con aspecto poderoso, como mostrando riqueza, dando a entender que allí vive
gente rica y famosa. Es increíble observar tantas series de mezclas, esto no
hay quién lo entienda. Y aquél de la esquina que está medio en ruinas me mira
suplicando un poco de estima, ¡pobrecillo! Y uno muy moderno como diciendo: -
No te preocupes amigo, que a mi lado estarás protegido.
Esta ciudad me recuerda Barcelona, tan grande y
hermosa. De repente el mar, enfrente de mis ojos, el mar con barcos y todo,
¡claro si es el puerto! ¡Qué grande! Y los chicos corriendo a lo largo de él.
Una vuelta, dos y tres. Sinceramente, ni lo sé, pero fueron más de cuatro, de
cinco y de seis, y yo allí jaleándoles. No había nadie animándoles, ¿sabe
usted? Me daba una pena ver tanto esfuerzo y ni un alma palmeando las vueltas y
vueltas, cada vez más cansados, con caras de sufrimiento. No lo pensé siquiera
un momento. Me puse a gritarles con todas mis fuerzas. - ¡Ánimo! ¡Guapo!
¡Figura! – Se quedaron mirándome como si fuera una loca. Algunos me daban las
gracias, otros tan sólo me sonreían, pero la mayoría se llevaban la mano a la
boca y diciéndome guapa me arrojaban los besos que le salían del alma, y yo
agradecida los aplaudía más todavía. Pero esto es un secreto y no quiero que lo
sepa nadie, por que en el fondo jamás he hecho semejante cosa, porque aquí
donde vivo no sería capaz de la vergüenza que me da, pero allí en tierras
lejanas, se ve que en la distancia una de estas cosas pasa y mientras chillaba
me sentía como pez en el agua.
¡Venga, deprisa, corre, hazme una foto en el
Monasterio de los Jerónimos! Al lado de la puerta principal, ¡menudo portalón!
Sería como si nunca hubiéramos estado en Portugal. Después pasearemos por los
jardines con el puerto al fondo, ¡imposible! Con este sol no saldrá ni una,
¿cómo me iba a ir sin posar en esta calle tan típica? - ¡A comer, nos vamos a
comer! – Descansaremos en el hotel y por la noche andaremos por el centro y
veremos el ambiente portugués a ver qué tal es. – Nadie, apenas nadie. - ¿Dónde
está la gente? ¿Y la juventud? - ¡Qué desolada está la ciudad! - ¡Mira qué
mujer más guapa! – Y ahora que lo pienso es la primera que veo, ¡qué cosa más
rara! No me había dado cuenta de ese detalle. – Sigamos adelante que es muy
tarde y mañana será el último día que pasaremos en Portugal, no sin antes
visitar Elvas.
Desde lejos parecía una fortaleza con unas murallas
resguardando la villa de gente extraña. Un gran arco, como una diadema,
decoraba el puentecillo de la entrada, invitándonos a pasar sobre una alfombra
adoquinada de asfalto, hasta lo alto del pueblo, ese tan bello, donde lo típico
hace alarde de lo pueblerino, atravesando callejuelas estrechas y cuestas cada
vez más empinada, donde metros y metros de cables, adornaban el aire de
bombillas de colores, enganchadas entre ventanas y balcones.
Blancas fachadas nos saludaban, mostrando tres
plantas de pisos alegres y divertidos. Algunos pintados en amarillos, hacían
del pueblo que fuera cada vez más bonito, con rejas negras y algún que otro
farolillo, que orgulloso sujetaba una tira de banderines, que como en un
columpio me sonríen al pasar, decorando las callejas por encima de nuestras
cabezas, incluso uno se ha dado la vuelta y gritándome con todas sus fuerzas me
ha recordado que las fiestas navideñas se acercan, mientras el de al lado
seguía bailoteando con el viento feliz y contento el baile del banderín. Otras
tiras más arriba se dejaban mecer como si fueran unos niños pequeños en una
cunita imaginaria, hecha de leve brisa marina.
Ea, Ea y Ea, los banderines del pueblo se bambolean
al ritmo interminable del aire. Ea, Ea y Ea, los banderines sonríen al
visitante feliz y campante.
Algunas mujeres caminaban recogiéndose las faldas
dejando ver unas botas negras de goma, las misma que yo calzaba en Ceuta cuando
llovía, ¡cuánto tiempo hacía que no las veía! La mayoría llevaban una rebeca de
lana con un pañuelo floreado en el cuello, con el pico en la espalda y lazada
en el pecho. Un moño en lo alto de la cabeza dejando caer unos mechones
alrededor de la nuca, parecían gitanas, todas morenas, recias y muy derechas.
Con la mirada fría y fija, andaban deprisa por la interminable cuesta, donde
múltiples tiendas estaban a cada lado de la acera, mostrando al turista algún
que otro pijama de franela colgado de mala gana encima de la puerta. De vez en
cuando aparecía una bata de verano que quería ser un vestido lindo, todo recto
y sin forma, con unos bolsillos para guardar un pañuelillo arrugadísimo, alguna
que otra calderilla y el número de ciego doblado del mes pasado. Una cintita
ondulada bordeando los tirantes, a modo de adorno, para dar al humilde traje un
poco de realce, recordándome los que se ponía mi madre cuando estaba metida en
carnes, para andar fresquita por casa, mostrando sus brazos gordos con un
redondel en uno de ellos, como si fuera el corte atravesado de una berenjena,
tal era la huella de la vacuna que le pusieron de niña. Parecían dos jamones
tan ricos y hermosos, con dos hoyuelos en el codo, desde la muñeca de la mano
hasta el mismísimo hombro redondeado y llenito de pecas tan bonitas que no me cansaba
de besarlo.
Tales pensamientos acudieron a mi mente en la
distante lejanía y algo me incita a plasmar en esta otra distancia tan
diferente, sin ella aquí presente, tan sólo en mi cabeza, cercana siempre,
siempre...
Varios impermeables estaban enganchados en una
percha ladeada por el movimiento del viento. Eran como espantapájaros encima de
los escaparates y detrás de los borrosos cristales, se podía ver montones y
montones de toallas de felpa de colores, junto a las sábanas blancas de
algodón, todas muy baratas. Y andando y andando cuesta arriba, por calles
estrechas por todas partes, llegamos al mismo sitio de antes, como si fuera un
laberinto de comercios y bares de gallos típicos de porcelana, asomando picos y
crestas tiesas en cualquier vitrina, junto a platos coloreados de azul, rojo y
amarillo. Un revoltijo de calcetines de algodón y unos cuantos calzoncillos
aparecían al lado de paraguas enormes negros y verdes muy bonitos, ¿dónde vamos
a llevar tanta cosa junta? Mejor será que tomemos un café mientras descansamos
un rato, por que acabo de ver un par de pijamas de franela a cuadros azules y
blancos, en la tienda de la esquina, al lado de un estanco algo desfasado.
Caminando cuesta arriba llegamos a una plazoleta
toda adoquinada, grande y preciosa, con una iglesia chiquitita y sencilla
presidiendo el pueblo como si fuera una reina, la mar de bonita. Tiene la
fachada un portalón que es la entrada, en la segunda planta dos ventanales como
si fu0era un balcón corrido y un poco más alto un rosetón en medio, y mirando
hacia arriba, está el campanario, con dos arcos donde asoma una campanita en
cada uno de ellos, como si fueran los ojos del pueblo ese tan bello y todas las
mañanas cuando se despierta hace tolón, tolón. Una veleta muy coqueta en lo alto
de la cúspide de la tortea, indica de qué lado sopla el viento cuando el aire
besa la carita de la flecha.
Con nuestras bolsas a cuesta, hemos bajado deprisa y
corriendo por la empedrada y empinada callejuela, porque el autocar nos espera
en la explanada de la entrada, llamándonos con su pitada, y sentada tras la
ventana llegamos a Zafra.
¡Qué bien comimos en el restaurante aquél! Después
todo el recorrido hacia Córdoba sin parar de llover, ¿sabe usted? Tenía tanto
miedo que me tomé una pastilla para dormir, ¡mira qué bien! Del viaje ni me
enteré, aunque a veces entreabría los ojos, y una cortina de agua me miraba y
yo rezaba y rezaba hasta que el sueño me atrapaba.
Eran más de las doce de la noche cuando llegamos a
casa, y mientras me desnudaba pensaba que era muy afortunada, pues gracias a la
distancia había dejado de fumar, así que ahora tendré que diferenciar entre un
antes y un después de ir a Portugal.
Y esto es lo más relevante de los cinco días que
pasé en tierras portuguesas, además, tengo grabado en el corazón las tertulias
tan llenas de optimismo, y la risa que pasábamos por las noches en el salón del
hotel, cuando volvíamos de visitar la ciudad al lado de la chimenea. Había dos
apartados, en un lado estaba la televisión para los telespectadores más
empedernidos, en el otro los tertulianos. ¡Qué bella sensación! Poder
intercambiar impresiones, aprender de los demás, saber que todos tenemos las
mismas quejas, los mismos pensamientos. Compartir sentimientos llenos de
pasión, inquietudes, todo un mundo familiar donde los hijos también eran tema a
debatir, sobre todo lo concerniente a la educación, que a veces, los padres
somos demasiado riguroso o quizás, es que pequemos de libertinaje.
Fueron unas reuniones maravillosas, llenas de
encanto donde el flirteo se hacía eco del coqueteo. El romanticismo hacía
presencia cada vez que una pareja bajaba por las escaleras, perfumada ella,
atento él. El piropo amable y bonito era muy agradecido por las señoras que se
empeñaban en aparecer lo más bella posible. El rubor estaba latente a cada
momento que un matrimonio hablaba de sus intimidades, a veces sin pudor,
resueltas, como explicando un pequeño problema, esperando que el otro o la otra
lo pudiera solucionar. Conversar, hablar, callar para que el otro opine. Charlar,
el caso era saber escuchar a los demás. Las palabras tolerancia, comprensión y
mucho amor flotaban en el ambiente, ¿y cómo no? El sexo también hizo aparición,
sería por el calor de la chimenea, y pasaba de boca en boca con la facilidad
que da la euforia de una copa de vino. Es sorprendente lo que hace el alcohol,
¡cómo desata las lenguas! Hasta las más mojigatas se desbaratan. Más tarde
llegaba la chanza, la risa y la carcajada y los telespectadores de al lado nos
miraban malhumorados.
Jamás podré olvidar aquellas cuatro noches entre
amigos, donde me sentía importante y querida, sobre todo mujer bella, pues cada
vez que bajaba por las escaleras, algún que otro galante y educado caballero me
hacía cualquier comentario lisonjero, de esos que nos gusta oír tanto a las
mujeres. He de reconocer que soy muy coqueta y una romántica empedernida, y eso
de que me mimen y me halaguen me encanta, pero no me gustaría que mi marido lo
supiera porque le da celos, y aunque disfrute dándoselo, por favor no se lo
digáis. Y es que en el fondo soy una egocéntrica pero no me siento una mujer
frustrada, es más, acepto esta lacra de mi ser llena de orgullo, y admito que
hasta me gusta y soy feliz por ello, pero esto es un secreto secretísimo y no
quiero que nadie lo sepa.
Y ahora en la distancia he aprendido que, mientras
escribo sobre mi estancia en Portugal, he adquirido la capacidad de comprender
que tengo tres vidas diferentes. Una como madre y esposa, la que comparte con
la familia las cosas, otra llena de fantasía donde las letras ocupan mis noches
y mis días, y la tercera es la vida mía, la que nadie conoce y no dejo ni que
toquen, pues tan sólo a mí me pertenece, llenando mi espacio libre de todos los
colores terrestre.
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