En estos días fríos, oscuros y casi anocheciendo, me viene al
recuerdo aquellas tardes en mi amada tierra, en la lejanía de mi infancia,
cuando mi madre cantaba y cantaba canciones navideñas, mientras mi padre en la
cocina amasaba lo que después serían unos exquisitos roscos tan ricos, padre
mío, tan ricos que hasta aquí me viene ese olor, incluso puedo ver con los ojos
del corazón a Trini, mi hermana la mayor, colocando el mantel en la mesa del
comedor nuevo, mientras nosotras jugábamos al parchís en el otro comedor, el
viejo, ese donde comíamos todos los días, menos los domingos y fiestas de
guardar, pero como hoy es Nochebuena, mis padres se están peleando en la cocina
como gallo y gallina, desplumando dos pollos gordos y hermosos, que antes
habían comprado en la plaza del Mercado, para luego dejarlos atados de una pata
en el Llano, ese donde de niñas jugábamos al corro y a la comba, mientras los
niños no paraban de gritar en una guerrilla imaginaria, donde indios y romanos
se mezclaban con palos, tirachinas y pistolas. De vez en cuando se veía un
balón por los aires de la patada que le habían dado los chicos mayores del otro
portal, ese de la esquina que era el único que tenía ascensor…Entonces, todos
los vecinos de los pabellones militares de Las Puertas del Campo hacían lo
mismo, siendo de lo más divertido verlos crecer allí, justo frente a nuestro
balcón. Mi madre nos daba una lata llena de agua y algo de comida a mi hermana
Loli, Conchita y a mí y bajábamos presurosas, lo mismo que Pilar, la hija de
Ramona, la del segundo y mi amiga Antoñita, la del quinto piso y entre todas
las desperdigábamos a su alrededor. Los pollos acudían hambrientos picoteándolo
todo, y cuando llegaba, la Nochebuena estaban hermosos y gordos...Eran unos
días tan alegres y bonitos, madre mía de mi vida, que aún te oigo cantar
batiendo huevos, que después mezclabas con harina y te liabas a amasar con tus
manos regordetas, y papá vertiendo aceite en una enorme sartén, hasta que
aparece Trini con una bandeja de plata y una pañito que ella misma había
bordado en la casa de Josefina, la del quinto piso, esa que daba clases de
coser y bordar…A veces acudíamos al olor que emanaba tan rico y tan bueno a lo
largo del pasillo y aparecíamos asomadas a la puerta de la cocina, deseando de
hincar el diente a los roscos que Trini azucaraba de un plato para luego
ponerlos en la bandeja…Y la voz de mamá caldeando el ambiente…Dime niño, de
quién eres todo vestidito de blanco...Mi hermano José Mari y Conchita se pelean
porque ninguno quieren perder en el juego del parchís, y llega mi madre
arrastrando las zapatillas por el pasillo y les da un manotazo a cada uno que les
deja los pelos blancos, llenitos de harina pegajosa, y cuando se va Loli y yo
muertas de risa, hasta que oímos a mi hermana la mayor gritar y salir de
estampida de la cocina hacia su habitación, por los que todas corremos para ver
qué pasa, y mi padre, de un portazo, nos cierra la puerta, pero es tanta la
curiosidad que volvemos y jamás olvidaré la escena de ver a papá con un
cuchillo en la mano, tirando de las patas del pollo y mamá del cuello
diciéndole que tenga cuidado de sus manos, y lo cuelgan en un clavo de la pared
de la cocina, con un cazo en el suelo para que gotee la sangre en él. Después
llenan una olla enorme de agua y cuando está hirviendo la echan en el fregadero
y meten al pollo para desplumarlo, ¡toda la cocina llena de plumas! Y nosotras
mirando al pobre animal completamente desnudo, enseñándonos el culito. Mi
hermana Conchita coge la pata tiesa del pollo, y me hacía gritar como una loca
y correr por el pasillo, ¡que te come, que te come! Y entre pica que te pica se
tiraban mis padres peleando en la cocina como gallo y gallina, oliendo la casa
a pollo a la salsa y nosotras riendo y cantando entre panderetas y zambombas…Mi
hermano Juan, el mayor se lía a tocar la guitarra y unos acordes a lo largo del
pasillo hacían que llegara el momento ese tan esperado por nosotras las
niñas…¡Ay papaíto mío! Parece como si te estuviera viendo bendecir la mesa con
las manos unidas, mientras mamá decía amen con un coscorrón para dos o
tres…Pero lo mejor de todo era cuando tocaba el turno del turrón, los polvorones
y las peladillas, ¡cómo me gustaban! Y los piñones…Después de cenar, venían
todos los vecinos del bloque y se liaban a cantar…Pero miran como beben los
peces en el río…Y mamá toda guapa y sonriente les hacía pasar para que vieran
el comedor nuevo de caoba, con el trinchero y la vitrina, toda llenas de copas
de cristal fino y el juego de café blanco de porcelana, pero lo más importante
era el cuadro ese de La Santa Cena de plata del cual te sentía tan orgullosa
madre mía de mi vida, que jamás podré olvidar cómo se te iluminaban los ojos de
mujer encantada, mientras papá les ofrecía una copita de Anís del Mono y otra
de Coñac…Después todos cantando canciones navideñas, a la par que Juan pasaba
el dedo índice por el pellejo de la pandereta, seguido de varios palmetazos, y
la alzaba bailoteando por lo alto de los hombros, bajándola hasta los codos,
terminando en la rodilla, ¡era un verdadero espectáculo! Finalmente mamá se
liaba a tocar el piano con tal rapidez, que las manos volaban sobre las teclas,
perdiéndose los dedos entre las blancas y las negras, llenándose la casa de
música y alegría…Eran una fiestas tan bonitas, padres míos, tan bonitas, que
cada vez que las traigo aquí, se me llena el alma de amor y a Dios les doy las
gracias de que sigáis estando en mi corazón...
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