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Adam se quedó en Barcelona un par de días nada más, por que el lunes
siguiente se tenía que incorporar en el trabajo. Me despedí de mis hermanas y
mi cuñado. A Julia la llamé por teléfono. Nos esperaba un viaje muy largo hasta
París. Paramos un par de veces por el camino, y como Adam notaba mi tristeza, me
animaba diciéndome que me iba a encantar. Él pensaba que estaba triste por que
me iba lejos de mis padres y hermanos, y aunque eso también influía, la verdad
es que no quería irme con él por que en el fondo sabía que no estaba enamorada.
No sé lo que pensaría sobre esto, pero seguía hablando muy animado y me dijo
que ya había solucionado el papeleo del piso de Marbella. Era muy grande con
una terraza donde se veía todo el mar, y que pensaba alquilarlo y así se
ahorraba las letras que eran muchas, y que abajo tenía otro apartamento más
chiquito, y que los inquilinos alemanes, un matrimonio ya jubilados se habían
venido a la costa del sol a vivir para siempre. Luego me contó su vida desde
que nació hasta la actualidad, y que había trabajado en diferentes sitios, y
ahora tenía dos trabajos, uno como conserje en un instituto, y por las tardes
se dedicaba a hacer escalera, o sea que fregaba las escaleras de los bloques,
lo mismo que hacen en España las mujeres.
Adam aprendió a escribir español en una academia, y sus cartas cada vez
eran más inteligibles para mí. Adam no era ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco,
ni siquiera era guapo, más bien tirando a feo. Tenía la nariz aplastada como si
se la hubieran roto de una pedrada. Después me contó que había sido boxeador
amateur. Adam fue abandonado por su padre a los diez años después de haberlo
maltratado durante toda su infancia. Su madre se casó con otro hombre y tuvo
una hermanastra que se llevó todo el amor de su madre, dejándolo completamente
marginado. Jamás tuvo una palabra de cariño por partes de ellos, ni una frase
bonita, y cada vez que se rompía un vaso o un plato, lo culpaban, aunque
hubiera sido su hermanastra. Para él no hubo halagos, a la menor oportunidad,
se llevaba una tunda de palos, que el pobre terminaba siempre castigado y
encerrado en su cuarto. Como decían que era un niño de carácter violento, lo
internaron y se escapó tantas veces, que al final, el director llamó a su madre
por que no se adaptaba, según él, era un niño rebelde. El padrastro que no lo
quería, se negó a volverlo a tener en casa, y amenazó a su mujer, que si volvía
se iba él. Al final imperó más el amor de ella por su marido que el de su hijo.
Llamó a su madre, y al final lo recogió su abuela materna, una anciana
honorable, que no tuvo ni fuerzas ni ganas para retenerlo en casa ni educarle.
Desde muy pequeño se echó a la calle y junto a otros niños, había aprendido
todos los trucos para salir adelante. Robaba en las tiendas, a la gente, y en
el metro se la ingeniaba a las mil maravillas.
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